Pan, sardinas, sol y un río


Etapa 19: Foncebadón - Ponferrada
Distancia: 27,3 kilómetros
Avituallamiento: Pan. Sardinas.
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Suzanne (Intérprete: Leonard Cohen)

Nos despertamos con la noticia de que Leonard Cohen ha muerto. Tras el desayuno, Matthew, el canadiense, vuelve a agarrar la guitarra y toca una emocionada versión de Aleluya mientras, a través de los ventanales de la casa, desde nuestra posición privilegiada, vemos cómo el primer sol asoma ya y va tiñendo de azules y naranjas el horizonte de Castilla.

Me echo la mochila a la espalda y empiezo a subir entre la niebla la pendiente que me va a sacar de Foncebadón para introducirme en un paisaje totalmente distinto al que viene acompañándonos en las últimas dos semanas. Camino entre bosques y colinas verdes y en pocos minutos alcanzo la Cruz de Ferro, el punto más alto de todo el camino, a 1.500 metros de altitud.

El descenso se convierte en un paseo sobre las nubes que, allá abajo, a lo lejos, cubren Ponferrada. Las montañas parecen islas que flotan en este extraño mar blanco por cuya superficie también asoman las chimeneas de una fábrica. Los senderos de gravilla y tierra dejan pronto paso a la pizarra, con la que están construidos los tejados de todas las casas de los pueblos que hoy vamos a atravesar, los más bonitos de todo el camino hasta este momento. En El Acebo me encuentro con Anna, Juan, Fabio y Massimiliano y me tomo con ellos un café al sol antes de seguir camino hacia Molinaseca. Tenemos suerte. En los últimos días alguien nos había advertido de que el descenso tras El Acebo podría ser una pesadilla en caso de lluvia, lo que convertiría los suelos de pizarra en una auténtica pista de patinaje. Pero luce el sol ahí arriba y es un placer saltar de roca en roca sendero abajo, atravesar lo que parece el cauce de un río que ya no está.

Molinaseca huele a horno de leña cuando llego a sus puertas, justo a la hora de comer. En fin, justo a la hora en la que mi estómago empieza a exigir comida. Atravieso el puente romano y compro una lata de cerveza y media hogaza de un pan que está a la altura del aroma que lo venía anunciando por las callejas de este pueblo en el que, pienso, sería agradable quedarse una semana, quizá un mes. O toda la vida, por qué no. Vuelvo sobre mis pasos y llego hasta la orilla del río. Me siento en un banco, abro una lata de sardinas que llevo desde hace días en la mochila y las voy posando cuidadosamente sobre el pan para que lo impregnen de todas sus virtudes. Y así, con mi cerveza y mi pan y mis sardinas, con el sol acariciándome la piel mientras veo y escucho el río fluir, me digo: “Buen pan, sardinas, sol y un río”. Como si repetir en mi cabeza estas palabras fuese a intensificar el placer que me están produciendo. Como si fuese la receta para una especie rara de felicidad recién descubierta. En todo caso, este es un momento que se quedará grabado en mi memoria cuando todo haya terminado, como el instante quizá más apacible y sereno de todo el viaje.

Me reúno con todo el grupo en el bar en el que han comido y juntos salimos de Molinaseca (y nos paramos un instante a contemplar con recogimiento un monumento al botillo, contundente orgullo de El Bierzo), para recorrer los ocho últimos kilómetros de la etapa, que transcurren básicamente junto a la carretera general y se hacen más largos de lo que realmente son. En las inmediaciones de Ponferrada nos damos cuenta de que abundan las mansiones con piscina y los coches caros, y también los viñedos, las cepas de uva mencía. Y de que unos y otros sin duda están conectados y se deben, probablemente, al microclima del que disfruta esta zona, un pequeño oasis abierto justo en la frontera entre las lluvias gallegas y el frío crudo de la meseta castellano-leonesa.

El albergue de peregrinos en el que nos quedamos hoy lo llevan hospitaleros voluntarios y, según hemos leído en varias guías, es uno de esos en los que se pide “la voluntad” a cambio de cama y ducha caliente. Sin embargo, el carácter abstracto de “la voluntad” queda desmentido de una forma brutalmente concreta cuando llegamos al establecimiento por un tipo al que, por abreviar, llamaremos Hospitalero Gómez, quien después de que cada peregrino haya completado el ritual de sellar la credencial y dejar sus datos personales para la ficha, exclama:
- Y AHORA VAS A METER LA VOLUNTAD EN ESTA HUCHA. Y LA VOLUNTAD SON CINCO EUROS. ¿ENTENDIDO?

La agresividad con la que se dirige a todo el mundo implica, suponemos, que en el pasado la gente se iba del albergue dejando en la hucha una voluntad miserable, en el mejor de los casos. Pero si realmente es así, ¿por qué no fijan un precio, en lugar de jugar a estas tonterías? En fin, de esto y de poco más hablamos por la noche, mientras nos comemos un hamburguesa en un bar de la ciudad. La cena transcurre en su mayor parte en silencio. Estamos cansados: la belleza de la etapa de hoy no nos ha permitido notar en su momento cómo nuestras rodillas se iban cargando paso a paso, a lo largo de un descenso de mil metros. Ahora lo notamos en toda su intensidad y bostezamos y nos decimos que mejor será pagar e irnos a la cama. Y así lo hacemos, sin remordimientos.

Buenas noches.

En el cielo de Castilla



Etapa 18: Astorga - Foncebadón
Distancia: 25,9 kilómetros
Avituallamiento: Churros
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Un buen día (Intérprete: Los Planetas)

Km. 0: Amanece en Astorga, capital de las mantecadas y el chocolate “a la taza”, y huele a churros, así que me llevo a la famiglia a desayunar a un café al que ayer le eché el ojo mientras paseaba por la ciudad. Como era de esperar, Anna desayuna zumo de naranja y churros con chocolate... y también con café. En fin, para no quedarse con dudas.

Km 2: Al parecer Anna todavía tiene hambre y poco después de empezar a caminar ya quiere parar para la “seconda colazione”. Esto de la “seconda colazione” no sé si es un invento suyo o una tradición real en Verona y alrededores. En todo caso, sospecho que el espacio de tiempo entre la prima y la seconda colazione debería ser superior a veinte minutos… Nos mostramos inflexibles. Como es su costumbre, Anna se ajusta los cascos, levanta los brazos al cielo y después de dibujar un cuarto de circunferencia con cada uno de ellos los abre como si fuese un F16, nos adelanta levantando a su paso una brisa que nos alborota los cabellos y vuela literalmente hacia el siguiente pueblo con fonda.

Km. 13: Parada en El Ganso, donde Anna se toma otro café y otro zumo de naranja mientras mira de reojo cómo una peregrina va depositado en su estómago dos huevos fritos con jamón. Se contiene, por ahora.

Km. 20: La carretera se va empinando poco a poco y llegamos a Rabanal del Camino. Paramos en la Posada de Gaspar, donde Anna se toma un bocadillo de salchichón. Si lo pusiese en posición vertical, apoyado en el suelo, llegaría a la altura de su ombligo. Mientras la veo suprimirlo, escucho cómo dos ancianos mantienen la siguiente conversación:

- Joder, nada más verte ya me están dando ganas de irme.
- Siéntate aquí (dedo corazón apuntando al techo) y da pedales.
- Tú no sabes nada de mi vida, tontolaba.

Teniendo en cuenta que la población de Rabanal del Camino ronda los 500 habitantes en temporada alta, es posible que el anciano 2 sí que sepa algo de la vida del anciano 1. En todo caso, me da la sensación de que estos dos tipos llevan cinco décadas viniendo a esta misma posada simplemente para insultarse. Cincuenta años consagrados a tocarse las narices mutuamente. Cada día. A eso de la una.

- Que te calles.
- Tontolaba de toda la vida.

Los cinco últimos kilómetros de la etapa nos llevan a Foncebadón en una ascensión sencilla pero constante. El pueblo consiste en un puñado de casas semiocultas por la niebla en lo alto de una colina, una tienda-restaurante y un único albergue disponible en esta época del año, abierto en un fantástico caserón de piedra. El frío es intenso ahora mismo, así que nos apresuramos a entrar en la casa (donde el fuego crepita ya en la chimenea), sellar la credencial, quitarnos la ropa y darnos una ducha caliente. Sólo después, cuando Juan y yo salimos al exterior con la cerveza de rigor en la mano y la niebla se abre, nos damos cuenta de dónde estamos realmente: en el techo de León… Y Castilla, toda Castilla al parecer, se extiende a nuestros pies.

- No es posible que hayamos andado tanto
- No. Aquello será Astorga. Y aquello…
- León, quizá…
- Y aquella mancha… ¿Burgos?

Los hospitaleros que se encargan del albergue viven en roulottes destartaladas frente al edificio principal, rodeados de perros, gallinas, burros y caballos. Y ante las mejores vistas de toda la región. Sentados en un sofá viejo en la terraza, cubiertos con una manta, hablamos durante un rato con uno de ellos. Del silencio y la soledad en el camino. De ciertos amaneceres. De que este es un buen sitio para quien aprecie esas tres cosas.

A la hora de la cena, renunciamos al menú comunal que los hospitaleros van a preparar para el resto de los peregrinos, básicamente vegetariano y poco sustancioso para el hambre que llevamos arrastrando. En su lugar, nos decantamos por varios platos combinados que incluyen huevos y grasa en diversos formatos y manifestaciones. Pero debemos esperar a que los huéspedes que han elegido el menú comunal terminen de degustarlo y dejen la mesa libre. Y, al parecer, también debemos esperar a que al chef del albergue, un tipo de gran tamaño al que por abreviar llamaremos Cocinero Gómez (aunque es alemán), se le ponga en la punta del nabo prepararnos la cena.

- Creo que los del menú ya han terminado… ¿Nos toca ya?
- Nein… no, no. Aún tienen que tomar postre. Yo aviso.

Por lo visto a Cocinero Gómez le han contraindicado cocinar mientras sus comensales toman el postre. Es lo que parece, a juzgar por cómo los observa masticar y deglutir mientras vacía una botella tras otra de cerveza en su garganta y hace caso omiso de nuestros estómagos vacíos.

- Perdone que le moleste… pero creo que ya han terminado.
- Sí, sí.

Cocinero Gómez regresa a la cocina, pero al segundo vuelve a salir de ella con una nueva cerveza y ninguna intención de ponerse a los fogones. Entretanto, Matthew, músico canadiense de unos sesenta años, acaba de hacerse con una guitarra y ha empezado a rasgar algunas notas… lo que parece muy del gusto de Cocinero Gómez, que le mira y sonríe y marca el ritmo con su pie derecho mientras da pequeños sorbos a su cerveza y esquiva las miradas de indignación que le llueven desde la zona de la chimenea, donde apiñamos nuestros destemplados organismos, vacíos de alimento.

- Siento molestarle, pero… ¿se acuerda de nuestros platos combinados?
- Huh?
- Huevos con jamón y….

Me mira como uno miraría a una nueva especie animal, desconocida para la ciencia hasta ese momento. O quizá trata de recordar… Sí, creo que por fin ha visto la luz. Me da la espalda y desaparece. Parece que ha llegado el momento. Sí, ahí vuelve ya, y en las manos trae… un djembé.

- Hala, a tocarrr.

Quizá para olvidar el hambre, Juan agarra el djembé y lo aporrea con mucho gusto (toca el pandero y el tambor en grupos tradicionales gallegos) acompañando a Matthew, pero las notas reverberan de un modo muy desagradable en las paredes de nuestros estómagos vacíos. En poco más de media hora hay que apagar las luces y meterse en la cama. Y nosotros seguimos sin cenar.

- Bueno, ya está bien. Siento mucho tener tanta hambre. Siento mucho tener que obligarle a volver a la cocina cuando se lo está pasando usted tan bien, pero…
- Ah, sí, sí, sí… Ya voy. ¿Qué era? ¿Pollo o lomo?
- Huevos con jamón.
- Ah voy, voy…
- ¡Espere! Estas otras personas también quieren cenar…
- Huh?
- Somos cuatro. ¿Ve?

De muy mala gana, Cocinero Gómez abandona el concierto y entra por fin en la cocina. Anna apunta la posibilidad de que a Gómez se le ocurra aliñar nuestros platos con unos cuantos escupitajos, así que salgo de la casa y durante unos minutos monitorizo todos sus movimientos a través de una ventana. Todo parece normal. Vuelvo al interior y me siento a la mesa. Cinco minutos después, llega mi plato… pero ninguno más. Anna, Juan y Massi siguen sin cena. Y en lugar de volverse a la cocina, Cocinero Gómez se encarama a una de las mesas para poder alcanzar un altillo en el que hay todo tipo de instrumentos de percusión. De un salto vuelve a tierra firme y empieza a repartir maracas, sonajeros y otros trastos mientras él mismo nos dedica un solo de pandereta y tres o cuatro pasos de baile. Después de un plié y medio tirabuzón, la mirada de Gómez se topa con la mía y me ausculta como si me conociese de algo pero no supiese de qué… ¿Quién era este tipo? ¿Qué quería? Algo se me está olvidando…

En fin, varios años después todos conseguimos llenar nuestros estómagos y felicitamos al chef por su talento y generosidad. Él, quizá para reparar el daño causado, nos ofrece obsequiarnos con un pudding de chocolate a las finas hierbas, siempre que le guardemos el secreto. El de las finas hierbas, vamos. Lo juramos solemnemente… en vano, porque en lugar de volver con el happy postre, cinco minutos después vemos cómo se introduce en su roulotte con una peregrina coreana…

Buenas noches, Cocinero Gómez.

Famiglia


Etapa 17: San Martín del Camino - Astorga
Distancia: 24,2 kilómetros
Avituallamiento: 2 huevos duros. Zumo de naranja. Café. Una manzana.
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Music to Watch Girls Go By (Intérprete: Andy Williams)

Según hemos oído, las monótonas etapas mesetarias van a ir dejando poco a poco paso a paisajes más nutritivos para la vista y el alma, curvas en lugar de rectas, bosques en lugar de páramos, pueblecillos en lugar de polígonos. Pero durante la primera hora y media después de salir de San Martín del Camino me encuentro básicamente con una secuela de la etapa de ayer. Hasta llegar a Hospital, la ruta vuelve a pegarse a la carretera nacional por un lado y a las naves industriales por el otro. Por suerte, al salir del pueblo (en el que he tomado la “seconda colazione” con Anna, Juan, Massimiliano y Fabio), el camino ofrece dos opciones: seguir pegados al asfalto y a los coches (la más corta) o alejarse de la nacional y deambular entre pueblos y colinas (más larga, pero mucho más apetecible). Escojo la segunda y por primera vez en un buen montón de días vuelvo a sentir que estoy perdido en mitad de la naturaleza.

Tras coronar una colina, me doy de bruces con un asentamiento hippie llamado “La Casa de los Dioses”, que consta de un par de construcciones de adobe en las que viven sus dueños y, de vez en cuando, algún peregrino que se enamora del lugar. Junto a la entrada han instalado un puesto con café, varias clases de zumos, huevos duros, fruta… todo ello a cambio de “la voluntad”, que por lo que veo generalmente consiste en un euro. Me desprendo de la mochila y almuerzo allí mismo un par de huevos duros, café y algo de fruta.

La bajada hasta Astorga se hace más fácil ahora, con el estómago lleno, aunque hay que salvar un último repecho antes de alcanzar el albergue de las Siervas de María. A pesar de su nombre, el lugar está regentado por voluntarios civiles y cuenta con una estupenda cocina. Hace varios días que no veo a El Nieto de Johnny Winter, las Gemelas Gilipollas, la Chica Danesa, Barak y el resto de su grupo, que decidieron parar en algún lugar antes de León y que por tanto caminan con un día de retraso con respecto a nosotros.

La cena será entonces para la pequeña “familia” que hemos empezado a formar entre Anna, Juan, Massimiliano, Fabio y yo. 

Juan y Massimiliano tienen en común, además de una imparable pasión por la cerveza y las hierbas inflamables, un tatuaje con el nombre de una chica… que ya no forma parte de sus vidas. Juan ha conseguido cubrirlo con otro. Massi se lo está pensando. Massimiliano odia volar (para llegar a Saint-Jean de Pied de Port viajó en tren de Verona a París y después a Bayona) y tiene el gruñido y la queja fáciles. Los dos se entienden perfectamente y mantienen largas conversaciones, aunque ninguno de los dos habla el idioma del otro. Juan dice que esto es posible porque ha descubierto que el galego y el italiano tienen muchas palabras y sonidos en común. 

Fabio, tipo voluminoso, de andares oscilantes y algo descoyuntados, parece cada día más una versión italiana de John Goodman, cuyo apellido le define de un modo muy preciso. Valga como ejemplo su pequeño problema nocturno. Los ronquidos de Fabio no son humanos. Se dice que, con brisa favorable, es posible escucharlos desde Catania, Sicilia, aunque él se encuentre en su cama al borde del Lago di Garda, en el norte de Italia. Así que desde hace unos días, consciente de los destrozos emocionales que puede ocasionar en sus colegas peregrinos, duerme en habitaciones individuales, con la consiguiente multiplicación por cuatro de sus gastos de este viaje. Aunque casi no habla castellano, lo entiende perfectamente… y por alguna razón cree que a mí me pasa lo mismo que a Juan, así que se dirige a mí en su idioma a toda velocidad mientras yo le escucho tratando (sin mucho éxito) de atrapar algo, por pequeño que sea, en esa tarantella de sonidos barrocos. 

Anna debe de pesar poco más que cuatro lonchas finas de jamón de york, lo que no tiene mucho sentido cuando uno la ve meterse en el cuerpo cantidades descomunales de comida. Cuando le pregunto cómo lo hace responde que tiene uno de los cerebros más pesados del mundo. También una sonrisa constante y profunda que le achina los ojos y que desprende oleadas de calor, especialmente cuando detecta que a su alrededor alguien lo necesita. Hace falta mucha energía para eso.

Después de ducharnos y cambiarnos de ropa voy con ella al supermercado. Hace días que no comemos “en casa”, así que por una noche no reparamos en gastos y preparamos un festín a base de lentejas, filetes, ensalada y helado de chocolate, todo ello regado con (sólo una botella de) vino. Es demasiada comida, pero a la hora de la cena en el albergue coincidimos tres o cuatro grupos distintos y de algún modo para las nueve y media no queda ni una miga en los platos. A continuación, alguien saca de ninguna parte un puchero lleno de café y entre taza y taza, cigarrillo y cigarrillo, se planea una excursión a un “pub” cercano donde al parecer hay música en directo. La excitación crece hasta que nos damos cuenta de que en media hora se cierra la puerta del albergue.
 
En fin, somos niños buenos.
Pero nos conocemos.
Y aunque invisibles, las Siervas de María sin duda nos vigilan.
Y tienen la llave.
Así que buenas noches.

TED Talk: Consejos para caminantes. Q & A


Etapa 16: León – San Martín del Camino
Distancia: 25,9 kilómetros

La etapa entre León y San Martín del Camino transcurre al borde de la carretera, sobre pedregales flanqueados por horrendas naves industriales, así que decido dar una conferencia TED Talk en el aula magna de la Universidad de Oxford, ante unas dos mil personas. El título de la conferencia es “The Way My Way” y dura aproximadamente cinco horas, durante las cuales deleito a los asistentes con ingeniosas e inspiradoras metáforas relacionadas con el Camino y les regalo varias frases lapidarias y lemas que son de fácil aplicación a la vida cotidiana de cualquier persona normal y corriente, sea peregrina o no, y que sin duda implementarán sus posibilidades de triunfo y de proactividad en sus vidas profesionales y/o personales. El éxito es tan apabullante que, a pesar de que el formato no suele permitirlo, acepto que se abra un turno de preguntas, cuya transcripción reproduzco en parte aquí abajo.

Pregunta: ¿Qué lleva usté exactamente encima cuando camina, hijo de la gran puta?
Respuesta: En la mochila (de 40 litros) viajan tres calzoncillos (he perdido uno, no lo echo de menos), tres camisetas más una térmica, tres pares de calcetines, un poncho, unos pantalones de lluvia, unos “leotardos” de forro polar, una botella de agua, un frontal, un saco-sábana de 500 gramos, un par de chanclas, un par de crocs falsos (los compré en Burgos, van muy bien para después de caminar, son extremadamente ligeros y se puden usar con calcetines sin parecer idiota), un frasco de gel de ducha (que también sirve como champú y como detergente para lavar la ropa), desodorante, cepillo y pasta de dientes, crema hidratante (tamaño mini), ibuprofeno, buscapina, un portátil ultraligero (500 gramos), el cable para el mismo, móvil, cargador del móvil, un libro (The Sea, de John Banville, que aún no he tenido tiempo de abrir), la funda impermeable de la mochila, gafas para leer, gorro de forro polar, guantes finos y cálidos, una “braga” para el cuello, una toalla ligera de secado rápido, una navaja suiza, una libreta, un bolígrafo. Además de todo eso, unos pantalones de senderismo ligeros y elásticos, botas, chaqueta softshell y gorra. Todo ello pesa unos 8 kilos.

P: ¿Cuál de todos esos trastos es el más imprescindible, cabronazo?
R: Las botas. Merrell en mi caso, obsequio de mi amiga la bailarina flamenca Boquerona de Ontario. Impermeables. Cómodas como pantuflas. No he tenido de momento ni una sola ampolla y a ellas se lo debo. También al hecho de que llevo usándolas más de tres años. Nadie debería arrancar el camino con botas recién compradas o con poco uso. Aquí no hay que escatimar con el dinero. O al menos buscarse a alguien que no escatime con el dinero, jaja. Y nada de zapatillas de correr.
(El redactor de Runners’ World, presente en la sala, me lanza un botijo lleno de lejía, que esquivo por muy poco)

P: ¿Y de cuáles podría haber prescindido, tontolaba?
R: Si volviese a empezar, llevaría dos camisetas (más una térmica, imprescindible en esta época del año) y no tres, dos pares de calzoncillos y no tres. Tampoco llevaría botella de agua o cantimplora: supone un kilo más de peso cuando está llena y hay fuentes y bares en todas partes. Yo perdí la mía hace unos días y no la he echado de menos.
(risas)

P: ¿Debido a la ingesta de cerveza, gilipollas? ¿Sabe que no puede considerarse de ningún modo un sustituto del agua, anormal?
(muchas más risas)
R: Siguiente pregunta.
(dos miembros del público se levantan y abandonan la sala, indignados, meneando las manos por encima de sus cabezas)

P: ¿Es preciso estar en buena forma para hacer el camino, caraculo?
R: No especialmente. Basta con estar acostumbrado a andar cada día un poco. He visto a gente de entre 5 y 75 años cubrir las etapas sin ningún problema. Cualquiera puede hacerlo. El reto es más mental que físico.

P: ¿Qué hostias quiere decir con eso?
R: Las etapas de la meseta son largas y prácticamente no hay nada alrededor. A una recta de diez kilómetros sigue una curva tras la que, a pesar de nuestras esperanzas y rezos, aparece otra recta de diez kilómetros. Hay quien se exaspera. Y eso termina por afectarles físicamente.

P: Describa por favor, las rutinas de un día cualquiera de camino, señor soplapollas.
R: Las luces del albergue se encienden por lo general a las siete de la mañana, aunque hay quien se levanta antes. La ducha no es recomendable por la mañana si uno quiere mantener las plantas de los pies en perfectas condiciones, así que basta con vestirse, empacar todo y largarse. La mayor parte de los albergues no dan desayunos (y si lo hacen, cobran por ello, aunque hay gloriosas excepciones), así que se busca uno un bar que madrugue y listo. Dependiendo de la extensión y dureza de las etapas, la caminata durará no menos de cuatro horas y no más de siete (hay una de unas ocho o nueve). Está bien llevar frutos secos y comprar pan y chorizo o sardinas en algún pueblo durante el trayecto. Esa será la comida. Tras la etapa, se sella la credencial en el albergue al que se haya llegado, coloca uno sus cosas en la litera que le haya tocado en suerte, estiramientos y a la ducha. Después por lo general uno lava la ropa, la tiende o la seca en la secadora y se toma una cerveza para comentar la etapa con otros peregrinos y sale a dar una vuelta por el pueblo al que acabe de llegar. Antes de cenar, tiempo para escribir, leer o simplemente no hacer nada. Algunos albergues tienen cocina. Otros no. Otros la tienen, pero no funciona. Otros la tienen y funciona, pero no tienen menaje alguno. Otros la tienen, funciona, tiene menaje, pero hay tanta gente esperando a cocinar que es preferible largarse a por un menú en los alrededores. Las luces de los albergues se apagan por lo general a las diez, hora a la que todo el mundo debe estar dormido o al menos en la cama (aunque en esto también hay gloriosas excepciones…)

(aplausos, hurras, un eructo)

P: ¿Qué opinión le merecen los albergues en general, cagón?
P: Están en mejores condiciones de lo que esperaba. Limpios, en su mayor parte. Algunos ofrecen sábanas y fundas de almohadas de un solo uso. Las duchas son por lo general “de botón”, o sea, con temporizador, lo que es un engorro. La mayor parte tienen agua caliente “de verdad” y buena presión. Pero los albergues son en su mayoría muy impersonales y quizá demasiado grandes. He disfrutado más en los más pequeños, normalmente llevados por voluntarios que son capaces de crear un buen ambiente con los huéspedes (pero son los menos), a quienes llegan a dirigirse por su nombre.

(ladra un perro)

P: ¿Cuál es el presupuesto aproximado de todo el camino?
R: Puede hacerse perfectamente por unos 600 euros (unos 20 al día). Incluso menos. Siempre que sólo se beba agua, claro. El precio medio de los albergues es de 6 euros (los hay de 5, los hay que sólo piden la voluntad, los hay privados, más caros).

(bostezos)

P: ¿Ha dejado usté de andar algún día?
R: No.

(ovación de gala)

P: ¿Y cada cuánto para, pobre desgraciado?
R: Depende. Normalmente cada dos horas o dos horas y media. Es preferible parar antes de notar que está uno cansado.

P: ¿Utiliza bastones?
R: No. Por ahora el noventa por ciento del camino ha resultado totalmente plano y las subidas y bajadas, sencillas. Pero tengo la sospecha (bastante bien fundada) de que en las etapas gallegas, más onduladas, me haré con un palo de madera.

P: ¿Y cómo van las piernas hasta el momento, mamón?
R: Sorprendentemente bien. Sólo tuve un pequeño problema en la segunda etapa, cuando llegué cojeando a Estella, un pinchazo en el muslo. Pero el dolor pasó en dos días y desde entonces el rendimiento no ha hecho sino mejorar. Ni una sola ampolla. Nada de tendinitis. Sólo la rodilla derecha toca de vez en cuando las narices, durante algunas bajadas. Los problemas suelen aparecer por querer ir demasiado deprisa. Es preferible caminar a un ritmo ligeramente menor que aquel al que estamos acostumbrados en nuestra vida diaria. Pasos cortos en las subidas, sin extender totalmente las piernas (hay quien sube en zigzag), y largos en las bajadas, apoyándonos básicamente en el talón para que los dedos gordos no golpeen la bota. En fin, vamos terminando...

(suspiros de alivio)

P: Así que está usted en condiciones de afirmar que llegará a Santiago...
R: ¿De Compostela?
P: De su puta madre.
R: Teniendo en cuenta que imparto esta conferencia desde un futuro indeterminado, estoy en condiciones de afirmarlo, sí. Bueno, se acabó. ¿Dónde se cobra esto?

Sesenta y cinco euros



Etapa 15: El Burgo Ranero - León
Distancia: 37,1 kilómetros
Avituallamiento: Mollejas en salsa. Un sandwich vegetal
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Azurro (Intérprete: Adriano Celentano)

A las cuatro de la mañana creo oír algo o ver algo. O ambas cosas. Hay un espasmo, una vibración, sombras que se mueven, alguien que sube a una litera, alguien que tropieza, alguien que dice “ma che cazzo”. Sea lo que sea, ocurre en un parpadeo, tan breve que apenas puedo registrarlo. Vuelvo a dormirme.

Cuando me despierto, a eso de las siete, resulta evidente que algo ha ocurrido a las cuatro de la mañana. Massimiliano duerme en su litera. Y Lara, la alemana, acaba de bajarse de la que está justo encima de la mía. Me acerco a ella con una sonrisa todavía soñolienta, los hombros encogidos, los brazos abiertos y las palmas de las manos hacia el cielo.

- What are you doing here?
- No… don’t ask.

No preguntes, ni se te ocurra preguntar, me dice con cara de sueño, frío, frustración, hastío, vergüenza, derrota, arrepentimiento, humillación, resaca… todo al mismo tiempo. Se gira y me da la espalda mientras va a prepararse un café caliente a la cocina. Allí está ya Anna que, como yo, ha dormido a las mil maravillas y ya tiene puesta la sonrisa de cada mañana, en esta ocasión aliñada con unas gotas de victoria. Se la devuelvo y pregunto:

- ¿Cuánto han aguantado?
- 13 kilómetros, hasta el primer pueblo. Massi dice que hacía mucho fredo…
- No me digas… ¿Y cómo han vuelto?
- En taxi…
- ¿Han vuelto en taxi?
- Sí. Sesenta y cinco euros.
- ¿Sesenta y cinco euros de taxi? ¿Por trece kilómetros?
- Sí. Lo han llamado por teléfono y ha tenido que venir desde León...
- ¿Desde León?
- Sí… Y lo ha pagado Massimiliano. La alemana decía que no tenía cash...
- Joder…
- Y ha dormido aquí, porque la puerta de su hotel estaba cerrada… Y además se fue sin pagar… ni siquiera el vino.
- ¿Y Juan?
- Siguió. Le he mandado un mensaje, pero no contesta.

Desayunamos café y tortilla en el mismo lugar donde ayer nos tomamos doce mil trescientas cervezas y que hoy parece inofensivo, una simple cafetería de pueblo, con su olor a café y sus ancianos leyendo el Marca. Fabio empieza la etapa con nosotros, pero poco a poco se va quedando atrás, así que durante el resto del día somos sólo Anna y yo, a lo largo de treinta y siete kilómetros en los que caminamos repitiendo cada quince o veinte minutos el siguiente mantra:

- Sesenta y cinco euros.
- Para volver al punto de partida.
- Sesenta y cinco euros por un taxi.
- Y la cabrona no pagó nada.
- Ni siquiera el vino.
- Qué hija de puta.
- Sesenta y cinco euros.

A mitad de camino Anna llama a Juan, que por fin responde.

- Ya estoy en León. Estoy bien. Me voy a dormir. Nos vemos mañana.

Así que el muy descerebrado lo ha conseguido. No lo decimos en voz alta, pero el alivio es grande. Estábamos realmente preocupados. Pero ya está allí, durmiendo en casa de una amiga. A lo mejor sí que sabía lo que hacía y a su manera ha disfrutado de la aventura. Está loco, pero está bien.

Las rectas vuelven a ser exasperantemente largas, pero la conversación ayuda a ir pasando kilómetros. Seccionamos la etapa en tres partes y en la segunda parada nos comemos un sandwich en un restaurante al borde de la carretera. Poco a poco entramos en el área industrial de los alrededores de León, y después de salvar un par de colinas, avistamos por fin la catedral, inmensa incluso desde esta distancia. Por primera vez en este viaje siento una descarga eléctrica en mi piel, un arrebato de emoción que apenas puedo contener. Aún nos costará otra hora y media llegar hasta el albergue de las monjas benedictinas, más bien una especie de lúgubre hospital militar para heridos de guerra que huele a linimento y tiene la calefacción demasiado alta. Y veremos la catedral iluminada por la noche y cenaremos demasiado y comprobaremos que Massimiliano ha decidido hacer la etapa en autobús. Pero por ahora, todavía a las afueras de la ciudad, chocamos esos cinco y esos otros cinco y en lugar de echarnos a llorar, que es lo que tal vez nos apetece, nos partimos de risa. Lo hemos conseguido. Treinta y siete kilómetros y dos semanas después de salir de Pamplona, estoy en León.

- Sesenta y cinco euros.
- Ni siquiera el vino.
- Qué hija de puta.

Lúpulo. Uva. Sus peligros


Etapa 14: Terradillos de los Templarios – El Burgo Ranero
Distancia: 30,6 kilómetros
Avituallamiento: Salchichón. Pan.
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Las torres rojas (Intérprete: La marabunta)

Arranco la caminata de hoy con Anna y después se nos une Juan. Paso a paso, dejamos Palencia, entramos en la provincia de León y en Sahagún atravesamos una extraña puerta que indica que acabamos de llegar a la mitad del camino hacia Santiago (de Compostela). La conversación con ambos, durante tres decenas de kilómetros de meseta vacía y pueblos fantasma, versa básicamente sobre la etapa de mañana, la más larga de todo el camino, 37 kilómetros que nos llevarán de El Burgo Ranero a León capital. Y esto es lo que nos decimos los unos a los otros, con gran énfasis:

- Hoy hay que cuidarse.
- Mañana será un día largo.
- Nada de cervezas.
- Nada de fumar.
- Ducha, cenar y a la cama.
- A las nueve como muy tarde.
- De todas maneras, a las diez cerrarán la puerta, como en todos los albergues.
- Eso es de lo más conveniente.

Y los tres asentimos porque sabemos que es lo correcto. Y nos sentimos muy bien porque sabemos que vamos a hacer lo correcto. Y de este modo los 37 kilómetros de mañana no serán más que un agradable paseo.

Así que llegamos a El Burgo Ranero e, inmediatamente después de dejar nuestras cosas en el albergue (donde los hospitaleros brillan por su ausencia) y sin pasar por la ducha, nos vamos al bar de enfrente, donde descubrimos con alborozo que las cañas cuestan 1,20 y vienen acompañadas de jugosas tapas gratis. Así que nos pedimos veinte y brindamos por la tradición de la tapa, que tan bien preservan en lugares como Granada, Madrid y, al parecer, León.

Se unen a la fiesta Massimiliano y Lara, una extraña alemana con la que nos hemos cruzado unas cuantas veces y que se queda a dormir en las habitaciones que este mismo bar tiene en el piso de arriba. Me pide que le pregunte a la dueña del local si puede pagarlo todo (habitación y vinos) mañana por la mañana con tarjeta, puesto que no tiene líquido y en el pueblo no hay cajeros. Por supuesto, responde la dueña. Lo que los cinco celebramos con una nueva ronda de lúpulo y uva y tapas gentileza de la casa.

Como el hambre aprieta, nos sentamos todos allí mismo a cenar un menú, en el que se incluyen unas cuantas botellas de vino y/o cerveza que vaciamos lenta y minuciosamente mientras la conversación fluye a su antojo. Lara lamenta ahora tener que quedarse a dormir aquí, aunque vaya a disfrutar de habitación individual, puesto que ha visto que en nuestro albergue hay chimenea. Sí, lo cierto es que nuestra chimenea es de lo más agradable, cálida y acogedora, decimos. ¿No sería lo correcto, puesto que se trata de una chimenea absolutamente agradable, cálida y acogedora, comprar unas cuantas botellas de vino aquí, en el bar, y bebérnoslas al amor del fuego del albergue? Pues claro, cómo no se nos ha podido ocurrir antes.

Y de esta forma procedemos. Con nuestro cargamento de botellas, cruzamos la calle, entramos en el albergue y descubrimos que, desafortunadamente, los hospitaleros oficiales no han vuelto y no van a volver. Y quien ha asumido por esta noche su rol, de manos de la autoridad competente local, es un peregrino alicantino llamado Jonathan que tiene sobrada experiencia en estas lides, pues ha ocupado puestos de gran responsabilidad en un hotel de Baleares, aunque ahora lo ha dejado todo por un trabajo como elfo en un resort de lujo en Laponia (como suena, no me pongan esa cara, que todo lo que uno escribe en este diario es cierto). ¿Le parece bien a Jonathan que nos bebamos estas botellas de vino al amor del fuego, aunque sean más de las diez y las ordenanzas alberguiles lo prohíban? Por supuesto que sí, siempre que hablemos en susurros para no despertar a unos coreanos que se acaban de meter en el sobre. Fantástico. Que vivan los elfos y que viva Laponia. Susurremos, pues.

Un par de botellas de vino después, ocurre.

De pronto a Juan se le iluminan los ojos de una manera extraña. Y sotto voce afirma con asombrosa seguridad en sí mismo que en cinco minutos va a echarse la mochila encima y se va a León. Sí, sí, 37 kilómetros de meseta vacía. Por la noche. A dos bajo cero. A Massimiliano le falta tiempo para levantarse, meter sus cosas en su propia mochila y susurrar que sí, que contigo hasta la muerte compañero. Lara susurra que no se vayan todavía, que ahora mismo cruza la calle para coger sus cosas de su habitación y se larga con ellos. Pero antes me lanza una mirada desafiante, una de esas miradas que otras chicas me han lanzado en el pasado y con las que quieren decir: “¿Y tú qué? ¿Tienes lo que hay que tener o eres otro aburrido hombre de mediana edad incapaz de agarrar la vida tal como viene?”. Considero durante unos segundos mi respuesta. Susurro:

- Ni de coña, amiguetes. Que se os congele bien. Me voy a la cama.

Grandes susurros de protesta. Vamos, vamos, no puedes perderte esta aventura, te vas a arrepentir, lo vamos a pasar en grande y mañana te vas a odiar por no haber venido, etc. etc. etc. La presión es brutal. Jonathan susurra:

- Yo porque me tengo que quedar aquí de hospitalero, pero si no… me apuntaba. Una aventura es una aventura.

Jodido elfo... Por suerte, todavía queda Anna, mujer equilibrada, mayor que los tres expedicionarios, serena y sensata. Me vuelvo hacia ella en busca de apoyo… y descubro que está subiéndose la cremallera del abrigo y buscando sus botas.

- Anna, ¿te has vuelto loca?
- Es el mio fratello… No puedo dejarle solo…
- Anna, por favor. Dos bajo cero. Nueve horas a dos bajo cero. La etapa ya va a ser bastante dura de día.
- Lo so, lo so… pero es mi hermano pequeño…
- Anna, no hay nada abierto ahora. No vas a poder tomarte tu cafetino. Ni un solo cafetino, Anna, ni una sola posibilidad de parar en ninguna parte en unas nueve horas a por un cafetino.
- ¿No hay cafetino?
- No, Anna. No hay cafetino. Ninguno. En nueve horas. A dos bajo cero.

Anna mira a su hermano. Se acerca a él. Conferencian en susurros. Poco después se desprende de su abrigo. Se despiden. Anna sube a dormir.

Me acerco a Juan. Trato de convencerle de que es una locura.

- Tranquilo, sé lo que hago.
- No tienes la menor idea de lo que haces. Es el vino. La cerveza. O eso que fumas…
- Nada de eso. Estoy ferpectamente. Y sé lo que hago.
- No, no lo sabes. Pero en fin, si en un rato no lo ves claro, vuelta.
- Vale. Pero sé lo que hago. Nos vemos en León.

Lara vuelve con sus cosas. Juan y Massimiliano ya están listos. Se despiden en susurros y emprenden la marcha. Y yo me voy a la cama. En mi vida he sentido menos envidia de nadie. Será que me estoy haciendo viejo.

Buenas noches.

Más que lluvia


Etapa 13: Carrión de los Condes – Terradillos de los Templarios
Distancia: 26,6 kilómetros
Avituallamiento: Nada. No me atrevo a sacar la mano del poncho.
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: More than rain (Intérprete: Tom Waits)

Teníamos que pagar.
Y teníamos que pagar hoy.

El precio de doce días de sol glorioso nos lo cobran el día 13. Y eso que el día amanece seco. Miro al cielo, todavía oscuro, y veo unas cuantas nubes, pero decido que los pronósticos que anunciaban un infierno de agua y viento no eran del todo precisos y sólo me pongo el poncho, dejando los pantalones impermeables en un lugar accesible de la mochila. Si la cosa se pone fea, paro, abro la mochila y me los pongo.

Error

Un kilómetro después de empezar a caminar el cielo comienza a sudar levemente, a supurar unas cuantas gotas que incluso resultan agradables. La humedad intensifica los olores del campo alrededor y camino feliz y despreocupado. Dos kilómetros después se desata el infierno. Y hay un problema: en este primera parte de la etapa no hay nada. Y cuando digo nada, quiero decir NADA. Por delante tengo una recta de diecisiete kilómetros. Sin pueblos. Flanqueada por árboles raquíticos que apenas darían sombra en un día soleado y que de ninguna manera pueden ofrecer cobijo. Así que soy sólo yo entre el suelo encharcado y un cielo que disfruta escupiéndome dagas de agua. En doce segundos mis pantalones ya están empapados de rodilla para abajo. No tengo elección, así que me quito el poncho por el cuello, me quito la mochila, la deposito encima de un charco, la abro, saco los pantalones de lluvia y me los pongo. Todo ello me cuesta no menos de tres minutos bailando a ambas patas cojas bajo un agua que ya cae en cortinas, en telones. Noto que mis botas impermeables han dejado de serlo. O quizá es que el agua se ha colado en su interior por el tobillo, gracias a mi supina estupidez.

El viento es brutal. No hay montes, colinas, edificios ni bosques que puedan frenarlo. Es tan fuerte que desata los velcros de mi poncho y a partir de ahora me convierto en una bandera que ondea (flap flap flap flap) bajo la lluvia. O entre la lluvia. Porque llueve desde arriba y desde abajo, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Llueven perros y gatos, martillos y clavos, alfileres y agujas. Llueve todo lo que puede llover y no va a parar.

Por fin, después de tres horas y media de ducha a toda presión, diviso en la distancia las luces borrosas de un café. Debe de ser Calzadilla de la Cueza, que ahora mismo es sinónimo de Oasis. Avivo el paso, estoy a punto de echar a correr. Cuando abro la puerta del café, la camarera me recibe con una mirada de compasión que inmediatamente me hace entrar en calor. Me quito todo lo que llevo encima y me acerco a la barra. Encargo café caliente, media tortilla de patatas y un chorizo cocido de unos quince centímetros de longitud y siete de diámetro. Después de meterme todo ello en el cuerpo empiezo a dejar de temblar. Por la puerta van entrando algunos de mis amigos. Incluso antes de pedirse una cerveza (cosa muy extraña en él), Juan se quita las botas y pide un periódico viejo para tratar de secarlas antes de reanudar la marcha. Nicola parece recién salido de una piscina olímpica y encarga el mismo antídoto que yo. Las Nike de rejilla que Massimiliano se empeña en utilizar se han convertido en esponjas.

Llevo más de media hora en el café, pero no me apetece nada salir. No sólo porque ahí fuera me esperan otros diez kilómetros de frío, viento y lluvia, sino porque me come la curiosidad. La Gemela Gilipollas que nunca habla conmigo camina siempre con pantalones cortos de atletismo. Lo que en Pamplona siempre hemos llamado “pantaloneta”. En fin, un trozo de tejido sintético azul que apenas llega a mitad de muslo. Y hoy iba a hacerlo también. En parte por chulería y en parte porque pensaba que en España siempre luce el sol. Me muero por verla entrar en el bar.

Llega cinco minutos después, las rotundas piernas desnudas (si se lo propusiese, podría romper con ellas el cuello de un bisonte…) totalmente empapadas y brillantes bajo la luz artificial del café. La chica está muy orgullosa de ellas. Y nos lo hace ver a todos con una sonrisa de suficiencia, mientras apunta con los dos pulgares a la parte alta de su espalda, como si su nombre estuviese escrito ahí atrás. Nos deshacemos en aplausos y ella agradece la ovación. Tough girl…

No hay más remedio que seguir. Vuelvo a ponerme todo lo que me había quitado y reanudo el camino. Noto que la lluvia es ahora algo más fina y en el horizonte veo algunos claros. Camino deprisa para dejar atrás cuanto antes el techo negro que aún me cubre. Tres o cuatro kilómetros después deja de llover, pero por si acaso no me desprendo del equipo de lluvia, más allá de la capucha del poncho. El camino transcurre ahora paralelo a la carretera comarcal, por la que circula un coche que se detiene algunos metros por delante de mí. La puerta se abre y el conductor baja y se dirige a mí:

- ¿Qué tal vas? ¿Te apetece un poco de Omega 3?

Mientras abre el maletero del coche, del asiento del copiloto baja su compañero. Son Nacho y Miguel Ángel, que ayer, tras concluir la etapa, cogieron un autobús a Burgos, donde tenían aparcado el coche. Esta mañana querían visitar ya sobre cuatro ruedas algunas ruinas romanas y pasarse por el café de Calzadilla de la Cueza a zamparse unos chorizos cocidos. Nacho camina hasta mí con un frasco de cristal lleno hasta los topes de nueces.

- Toma, que te vendrán bien. También tengo una miel estupenda. ¿Quieres un poco de miel?

Le digo que no, que se lo agradezco mucho, pero que no hace falta. Me guardo las nueces mientras Nacho sigue hablando.

- ¿Sabes? Hay mucha gente que se salta estas etapas de la meseta. Todas esas rectas, nada alrededor… Hay quien coge un taxi o un autobús de Burgos a León y luego sigue camino. Pero, qué quieres que te diga, a mí me gusta la austeridad de esta zona. No hay nada a lo que agarrarse… Para mí este es el auténtico camino.

Probablemente lo sea, pero yo sólo puedo pensar en la ducha hirviente que me voy a regalar dentro de cinco kilómetros. Tras despedirme de mis amigos, corro hacia ella.


Tertulias y monjas (y una oca)


Etapa 12: Boadilla del Camino – Carrión de los Condes
Distancia: 24,6 kilómetros
Avituallamiento: Cacahuetes Día.
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Ninguna. Día de charlas.

En mi albergue no hay desayuno (son las siete y el bar está cerrado), así que me voy al de enfrente, donde comparto mesa, café y tostadas con Nacho y Miguel Ángel, dos amigos santanderinos de unos sesenta años que aprovechan un puñado de días libres que tienen para repasar algunas etapas del camino. Salimos y caminamos juntos durante unos seis kilómetros, hasta que las primeras gotas de lluvia de este Asunto Peregrino nos obligan a parar en Frómista a tomar un café y ponernos el poncho y los pantalones de lluvia. Durante el trayecto, Nacho nos cuenta todo lo que sabe (que no es poco) sobre el Canal de Castilla, junto al cual transcurren los primeros kilómetros de la etapa de hoy. Su conocimiento de esta zona, de su arquitectura y su historia, es profundo, y durante hora y media disfruto de una auténtica conferencia sobre los lugares que vamos atravesando.

La lluvia arrecia y Miguel Ángel no tiene poncho, así que los dos amigos se van a buscar uno por el pueblo mientras yo reanudo el camino, esta vez junto a Anna, treinta y tantos, una italiana diminuta, compacta, aerodinámica y rapidísima con la que he coincidido ya en algunas paradas aquí y allá. Nos cuesta unos diez kilómetros (aproximadamente dos horas) contarnos nuestras vidas al detalle. Trabaja en un hotel al borde de un lago en la zona de Verona durante seis meses al año y emplea los otros seis en viajar por ahí: Asia, Canadá de costa a costa, África… En cuanto termine el camino coge un vuelo a Kenia. Está aquí con Massimiliano, su hermano pequeño, y Fabio, un amigo y compañero de trabajo, a los que hoy ha perdido de vista. Nos caemos bien inmediatamente. Demasiadas cosas en común como para no hacerlo…

Hace un rato que la lluvia ha parado y a la altura de Villarmentero de Campos mi viejo amigo Nicola se une a la tertulia durante varios kilómetros. Él también trabaja en un hotel, pero en este caso se trata de un negocio familiar… que, como a Anna, le permite trabajar durante seis meses al año y viajar los otros seis. La cantidad de italianos que caminan en este mismo momento hacia Santiago (de Compostela) me hace preguntarme si queda alguien en Italia. Sumados a los peregrinos coreanos, suponen (y no creo exagerar ni un tanto así) alrededor del 75 por ciento de la gente que ahora mismo camina por las carreteras castellano-leonesas. Paramos a tomar algo en una venta en mitad de ninguna parte y, después de sobrevivir al ataque de una oca que andaba por allí, sopeso la mochila de Nicola, que viola con creces la “ley del diez por ciento”. Le pregunto por qué.

- Una botella de vino, otra de grappa, prosciutto, formaggio...

El cielo vuelve a ennegrecerse (hay terribles tormentas anunciadas para mañana) y por si acaso acelero el paso hasta quedarme solo. Y solo entro en Carrión de los Condes, donde me encuentro con Juan el gallego, que anda buscando posada. Anna aparece poco después y los tres llegamos al Albergue Espíritu Santo, donde tres monjas de paisano nos dan la bienvenida. En fin, no totalmente de paisano: espesa falda azul marino hasta la rodilla, blusa blanca abotonada hasta la garganta, chaqueta de punto azul marino, medias de color beige hasta la rodilla, zapatos negros gruesos y pesados (como los de Lotte Lenya en Desde Rusia con amor… de hecho sospecho que en la suela esconden una daga plegable impregnada en cianuro, igualita a la suya), pelo corto y escaso… Y esa dulce forma de dirigirse a nosotros, que me llena de nostalgia de otros tiempos, otros regímenes…

- ¡A VER! ESAS MOCHILAS AL SUELO! ¡Y QUIETOS AHÍ HASTA QUE OS SELLEMOS LA CREDENCIAL!

Intimidados y sumisos, las seguimos mientras atraviesan el patio (donde hay una canasta de baloncesto) y nos conducen hasta nuestras dependencias.

- ¡AQUÍ NO SE FUMA! ¡SI QUERÉIS FUMAR, AL PATIO! ¡PERO NO ES SANO!

El edificio en el que están las camas (no hay literas en este caso) parece atascado en los años setenta: carteles del Domund, puertas de madera en las que se enmarcan cristales traslúcidos amarillentos, olor a iglesia vieja y lejía, pasillos largos y oscuros por culpa de fluorescentes que sólo funcionan a medias… Para los extranjeros esto va a ser un auténtico shock cultural. “Así era este país no hace tanto tiempo...” les explico en susurros a algunos de ellos. Sin embargo, contra todo pronóstico, los dormitorios son mixtos. No así las duchas, claro…

- ¡LAS BOTAS EN ESA ESTANTERÍA ANTES DE ENTRAR AL CUARTO! ¡ Y AHÍ ABAJO TENÉIS LA COCINA POR SI QUERÉIS COCINAR! ¡Y LA PUERTA DE FUERA SE CIERRA A LAS DIEZ! ¿ESTAMOS?

Después de ducharnos, Juan y yo nos vamos al Bar España (ya digo que la sensación de estar en los años 50 es intensa…), donde varios ancianos se insultan mientras juegan al mus y otro es expulsado del local después de haberse cagado sobre la taza del váter y llevarse parte de la descarga en los pantalones, con la consiguiente peste, que le sigue allí donde va. Ahora llueve mucho y el viento corta la piel. Barak el israelí pasa por delante del bar con una de las Gemelas Gilipollas, de camino al supermercado, y nos preguntan si queremos cenar con ellos. No he vuelto a ver a Joe en los últimos días, así que supongo que hay vacante de hombre maduro en el grupo. Aceptamos.

Para hacer hambre, de vuelta al albergue Juan y yo jugamos a baloncesto (con una balón de los años cincuenta) con Massimiliano y el Nieto de Johnny Winter, mientras damos pequeños sorbos a las latas de cerveza que todos llevamos en la mano (sí, esta disciplina es difícil).

La cena consiste en spaghetti bolognesa (fantásticos, Barak es un buen cocinero), ensalada y panettone italiano. La Gemela Gilipollas que nunca habla conmigo afirma como si alguien se lo hubiese preguntado que en este país los bocadillos son una puta mierda:

- I mean… like… the sandwiches in this country… they like… suck… Oh my god, 80 per cent bread, 20 per cent jamón or like whatever… Like… come on guys… you could put like so many nice things in them! Like… come on!

Pero en general la cena transcurre en un ambiente alegre y en un momento dado alguien dice que es su cumpleaños y saca de ninguna parte una botella de champán que empieza a fluir de copa en copa y a continuación Nicola saca de a saber dónde una guitarra y junto a Fabio, Massimiliano, Anna y el resto de la parroquia italiana empiezan a cantar clásicos como O sole mio o Azurro que todos coreamos sintiéndonos totalmente italianos y musicales. Cuando llegan las diez, una monja se pasa a ver qué tal va todo.

- ¿LO HABÉIS PASADO BIEN? ¡PUES ME ALEGRO! ¡Y BUEN CAMINO MAÑANA!

Forza Italia. Buona notte.