Pan, sardinas, sol y un río


Etapa 19: Foncebadón - Ponferrada
Distancia: 27,3 kilómetros
Avituallamiento: Pan. Sardinas.
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Suzanne (Intérprete: Leonard Cohen)

Nos despertamos con la noticia de que Leonard Cohen ha muerto. Tras el desayuno, Matthew, el canadiense, vuelve a agarrar la guitarra y toca una emocionada versión de Aleluya mientras, a través de los ventanales de la casa, desde nuestra posición privilegiada, vemos cómo el primer sol asoma ya y va tiñendo de azules y naranjas el horizonte de Castilla.

Me echo la mochila a la espalda y empiezo a subir entre la niebla la pendiente que me va a sacar de Foncebadón para introducirme en un paisaje totalmente distinto al que viene acompañándonos en las últimas dos semanas. Camino entre bosques y colinas verdes y en pocos minutos alcanzo la Cruz de Ferro, el punto más alto de todo el camino, a 1.500 metros de altitud.

El descenso se convierte en un paseo sobre las nubes que, allá abajo, a lo lejos, cubren Ponferrada. Las montañas parecen islas que flotan en este extraño mar blanco por cuya superficie también asoman las chimeneas de una fábrica. Los senderos de gravilla y tierra dejan pronto paso a la pizarra, con la que están construidos los tejados de todas las casas de los pueblos que hoy vamos a atravesar, los más bonitos de todo el camino hasta este momento. En El Acebo me encuentro con Anna, Juan, Fabio y Massimiliano y me tomo con ellos un café al sol antes de seguir camino hacia Molinaseca. Tenemos suerte. En los últimos días alguien nos había advertido de que el descenso tras El Acebo podría ser una pesadilla en caso de lluvia, lo que convertiría los suelos de pizarra en una auténtica pista de patinaje. Pero luce el sol ahí arriba y es un placer saltar de roca en roca sendero abajo, atravesar lo que parece el cauce de un río que ya no está.

Molinaseca huele a horno de leña cuando llego a sus puertas, justo a la hora de comer. En fin, justo a la hora en la que mi estómago empieza a exigir comida. Atravieso el puente romano y compro una lata de cerveza y media hogaza de un pan que está a la altura del aroma que lo venía anunciando por las callejas de este pueblo en el que, pienso, sería agradable quedarse una semana, quizá un mes. O toda la vida, por qué no. Vuelvo sobre mis pasos y llego hasta la orilla del río. Me siento en un banco, abro una lata de sardinas que llevo desde hace días en la mochila y las voy posando cuidadosamente sobre el pan para que lo impregnen de todas sus virtudes. Y así, con mi cerveza y mi pan y mis sardinas, con el sol acariciándome la piel mientras veo y escucho el río fluir, me digo: “Buen pan, sardinas, sol y un río”. Como si repetir en mi cabeza estas palabras fuese a intensificar el placer que me están produciendo. Como si fuese la receta para una especie rara de felicidad recién descubierta. En todo caso, este es un momento que se quedará grabado en mi memoria cuando todo haya terminado, como el instante quizá más apacible y sereno de todo el viaje.

Me reúno con todo el grupo en el bar en el que han comido y juntos salimos de Molinaseca (y nos paramos un instante a contemplar con recogimiento un monumento al botillo, contundente orgullo de El Bierzo), para recorrer los ocho últimos kilómetros de la etapa, que transcurren básicamente junto a la carretera general y se hacen más largos de lo que realmente son. En las inmediaciones de Ponferrada nos damos cuenta de que abundan las mansiones con piscina y los coches caros, y también los viñedos, las cepas de uva mencía. Y de que unos y otros sin duda están conectados y se deben, probablemente, al microclima del que disfruta esta zona, un pequeño oasis abierto justo en la frontera entre las lluvias gallegas y el frío crudo de la meseta castellano-leonesa.

El albergue de peregrinos en el que nos quedamos hoy lo llevan hospitaleros voluntarios y, según hemos leído en varias guías, es uno de esos en los que se pide “la voluntad” a cambio de cama y ducha caliente. Sin embargo, el carácter abstracto de “la voluntad” queda desmentido de una forma brutalmente concreta cuando llegamos al establecimiento por un tipo al que, por abreviar, llamaremos Hospitalero Gómez, quien después de que cada peregrino haya completado el ritual de sellar la credencial y dejar sus datos personales para la ficha, exclama:
- Y AHORA VAS A METER LA VOLUNTAD EN ESTA HUCHA. Y LA VOLUNTAD SON CINCO EUROS. ¿ENTENDIDO?

La agresividad con la que se dirige a todo el mundo implica, suponemos, que en el pasado la gente se iba del albergue dejando en la hucha una voluntad miserable, en el mejor de los casos. Pero si realmente es así, ¿por qué no fijan un precio, en lugar de jugar a estas tonterías? En fin, de esto y de poco más hablamos por la noche, mientras nos comemos un hamburguesa en un bar de la ciudad. La cena transcurre en su mayor parte en silencio. Estamos cansados: la belleza de la etapa de hoy no nos ha permitido notar en su momento cómo nuestras rodillas se iban cargando paso a paso, a lo largo de un descenso de mil metros. Ahora lo notamos en toda su intensidad y bostezamos y nos decimos que mejor será pagar e irnos a la cama. Y así lo hacemos, sin remordimientos.

Buenas noches.

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