Famiglia


Etapa 17: San Martín del Camino - Astorga
Distancia: 24,2 kilómetros
Avituallamiento: 2 huevos duros. Zumo de naranja. Café. Una manzana.
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Music to Watch Girls Go By (Intérprete: Andy Williams)

Según hemos oído, las monótonas etapas mesetarias van a ir dejando poco a poco paso a paisajes más nutritivos para la vista y el alma, curvas en lugar de rectas, bosques en lugar de páramos, pueblecillos en lugar de polígonos. Pero durante la primera hora y media después de salir de San Martín del Camino me encuentro básicamente con una secuela de la etapa de ayer. Hasta llegar a Hospital, la ruta vuelve a pegarse a la carretera nacional por un lado y a las naves industriales por el otro. Por suerte, al salir del pueblo (en el que he tomado la “seconda colazione” con Anna, Juan, Massimiliano y Fabio), el camino ofrece dos opciones: seguir pegados al asfalto y a los coches (la más corta) o alejarse de la nacional y deambular entre pueblos y colinas (más larga, pero mucho más apetecible). Escojo la segunda y por primera vez en un buen montón de días vuelvo a sentir que estoy perdido en mitad de la naturaleza.

Tras coronar una colina, me doy de bruces con un asentamiento hippie llamado “La Casa de los Dioses”, que consta de un par de construcciones de adobe en las que viven sus dueños y, de vez en cuando, algún peregrino que se enamora del lugar. Junto a la entrada han instalado un puesto con café, varias clases de zumos, huevos duros, fruta… todo ello a cambio de “la voluntad”, que por lo que veo generalmente consiste en un euro. Me desprendo de la mochila y almuerzo allí mismo un par de huevos duros, café y algo de fruta.

La bajada hasta Astorga se hace más fácil ahora, con el estómago lleno, aunque hay que salvar un último repecho antes de alcanzar el albergue de las Siervas de María. A pesar de su nombre, el lugar está regentado por voluntarios civiles y cuenta con una estupenda cocina. Hace varios días que no veo a El Nieto de Johnny Winter, las Gemelas Gilipollas, la Chica Danesa, Barak y el resto de su grupo, que decidieron parar en algún lugar antes de León y que por tanto caminan con un día de retraso con respecto a nosotros.

La cena será entonces para la pequeña “familia” que hemos empezado a formar entre Anna, Juan, Massimiliano, Fabio y yo. 

Juan y Massimiliano tienen en común, además de una imparable pasión por la cerveza y las hierbas inflamables, un tatuaje con el nombre de una chica… que ya no forma parte de sus vidas. Juan ha conseguido cubrirlo con otro. Massi se lo está pensando. Massimiliano odia volar (para llegar a Saint-Jean de Pied de Port viajó en tren de Verona a París y después a Bayona) y tiene el gruñido y la queja fáciles. Los dos se entienden perfectamente y mantienen largas conversaciones, aunque ninguno de los dos habla el idioma del otro. Juan dice que esto es posible porque ha descubierto que el galego y el italiano tienen muchas palabras y sonidos en común. 

Fabio, tipo voluminoso, de andares oscilantes y algo descoyuntados, parece cada día más una versión italiana de John Goodman, cuyo apellido le define de un modo muy preciso. Valga como ejemplo su pequeño problema nocturno. Los ronquidos de Fabio no son humanos. Se dice que, con brisa favorable, es posible escucharlos desde Catania, Sicilia, aunque él se encuentre en su cama al borde del Lago di Garda, en el norte de Italia. Así que desde hace unos días, consciente de los destrozos emocionales que puede ocasionar en sus colegas peregrinos, duerme en habitaciones individuales, con la consiguiente multiplicación por cuatro de sus gastos de este viaje. Aunque casi no habla castellano, lo entiende perfectamente… y por alguna razón cree que a mí me pasa lo mismo que a Juan, así que se dirige a mí en su idioma a toda velocidad mientras yo le escucho tratando (sin mucho éxito) de atrapar algo, por pequeño que sea, en esa tarantella de sonidos barrocos. 

Anna debe de pesar poco más que cuatro lonchas finas de jamón de york, lo que no tiene mucho sentido cuando uno la ve meterse en el cuerpo cantidades descomunales de comida. Cuando le pregunto cómo lo hace responde que tiene uno de los cerebros más pesados del mundo. También una sonrisa constante y profunda que le achina los ojos y que desprende oleadas de calor, especialmente cuando detecta que a su alrededor alguien lo necesita. Hace falta mucha energía para eso.

Después de ducharnos y cambiarnos de ropa voy con ella al supermercado. Hace días que no comemos “en casa”, así que por una noche no reparamos en gastos y preparamos un festín a base de lentejas, filetes, ensalada y helado de chocolate, todo ello regado con (sólo una botella de) vino. Es demasiada comida, pero a la hora de la cena en el albergue coincidimos tres o cuatro grupos distintos y de algún modo para las nueve y media no queda ni una miga en los platos. A continuación, alguien saca de ninguna parte un puchero lleno de café y entre taza y taza, cigarrillo y cigarrillo, se planea una excursión a un “pub” cercano donde al parecer hay música en directo. La excitación crece hasta que nos damos cuenta de que en media hora se cierra la puerta del albergue.
 
En fin, somos niños buenos.
Pero nos conocemos.
Y aunque invisibles, las Siervas de María sin duda nos vigilan.
Y tienen la llave.
Así que buenas noches.

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