Escenas en Santo Domingo (de la Calzada)


Etapa 6: Nájera – Santo Domingo de la Calzada
Distancia: 21 kilómetros
Avituallamiento: pan y sardinas en aceite.
Canción que se repite en mi cabeza mientras camino: Arcadia en flor (Intérprete: Rafael Berrio)

Salgo de Nájera a las 7 de la mañana, cuando el termómetro marca 3 grados. Tres horas después, llegará a los 23. Nos acercamos a la Castilla más profunda, ancha y… vacía, lo que empieza ya a notarse en la monotonía del camino: larguísimas pistas pedregosas que transcurren en paralelo a la carretera general, rodeadas de campos de un amarillo perpetuo y omnipresente y transitadas por camiones que me hacen masticar literalmente el polvo del camino al pasar junto a mí. La etapa es corta pero se hace eterna. Sospecho que a mi cerebro le gustan las curvas, las sorpresas, la variedad… y no saber que durante las tres próximas horas va a estar viendo la misma carretera, el mismo grupo de árboles al fondo, la misma colina detrás. Es como caminar hacia un cuadro de Van Gogh que nunca termina de acercarse.

Llego a Santo Domingo de la Calzada y me quedo en la Casa de la Cofradía del Santo, un albergue enorme con patio interior ajardinado, salón social y varias habitaciones atestadas de literas. Después de ducharme, pasear un poco por el pueblo y enviarme al estómago un plato de patatas a la riojana en un restaurante cercano, vuelvo al albergue, me siento a escribir en el salón social y esto es lo que veo:

Un hombre de edad indeterminada (podría tener 50 0 100 años o cualquier edad entre esas dos), de barba blanca, asilvestrada y sucia, camisa sucia, pantalones sucios y zapatos sucios, se sienta a comer pasta con tomate y abre una botella de vino. El olor a alcohol llega hasta donde yo me encuentro. Al mirarle recuerdo a Francis y lo que contaba sobre los tipos que se quedan atascados para siempre en el camino. Este es sin duda uno de ellos. Por su aspecto, debe de llevar unos diez años rebotando entre Santiago y Roncesvalles. La expresión de su rostro, enrojecido e hinchado, es la de un hombre que trata de pasar desapercibido sabiendo que es imposible.

En la cocina, Mamá Park abre su primera cerveza y empieza a sacar de sus bolsas y a cocinar los víveres que ha ido a comprar mientras el resto de peregrinos, incluidos sus hijos, se derrumbaban en sus literas agotados.

Joe entra en la sala con su portátil y lo deposita con gran violencia sobre una de las mesas. Se deja caer sobre una silla y empieza a teclear con furia, como si quisiese aplastar todas las teclas y conseguir su aniquilación total y definitiva.

Mamá Park abre su segunda cerveza mientras sigue cocinando.

Unos dos mil trescientos niños de unos ocho años entran gritando en el salón. Se suben a las mesas y a las barandillas de las escaleras, se suben a las sillas y uno incluso trata de subírseme encima, cosa que no permito. El ruido es insoportable (sus profesores o tutores o animadores son incluso más ruidosos que los niños), así que me pongo a Jimi Hendrix a toda pastilla por los cascos.

El hombre de edad indeterminada abandona discretamente la sala al ver a los niños. No estoy seguro de que sea por el ruido. Más bien da la sensación de que no se considera a sí mismo una visión apta para menores.

Joe sale de la sala muy airado. Sin dar un portazo. Pero sólo porque no hay puerta.

Mamá Park empieza a poner la mesa. Poco a poco van llegando sus hijos y otros dos grupos de coreanos, que van ocupando sus respectivos lugares en la mesa.

Empieza a haber mucha gente alrededor, así que pruebo suerte en el primer piso. Pero allí hay un cura adoctrinando a un grupo de unos 30 adolescentes. Al pasar junto a ellos escucho que el cura les dice: “A ver quién es el iluminado que me sabe decir qué es la libertad”.

Sigo buscando algún rincón tranquilo, pero es imposible. Estamos en mitad del puente de Todos los Santos y a los peregrinos habituales se han unido los peregrinos domingueros y los asistentes a diversas actividades organizadas en el albergue. Vuelvo al salón social.

Los coreanos ya están cenando. Hay no menos de cuatro botellas de vino sobre la mesa.

Las Gemelas Gilipollas, el nieto de Johnny Winter, los italianos y otros miembros de su grupo sin identificar están cenando en otra mesa. Al parecer los niños no les molestan demasiado.

Joe vuelve a entrar en la sala con un pack de seis cervezas y se deja caer en un sofá mientras lanza una extraña mirada a las Gilipollas y sus amigos sin siquiera saludarlos. Abre una cerveza y se la bebe haciendo pucheros.

El ruido está ahora fuera de control, así que me voy a cenar un sandwich a un bar cercano. Terminada la cena, vuelvo al albergue y me dirijo a mi habitación atravesando el patio, donde hay un perro encadenado a una verja que no para de ladrar. Donde también varios de los coreanos que habían asistido a la cena de Mamá Park ríen y gritan desbocados. Donde el hombre de edad indeterminada está vomitando en una papelera. Donde varios cientos de los niños que antes estaban en el salón social corretean y berrean ahora entre unos y otros.

Son casi las diez, que, según las reglas, es la hora del silencio total y de irse a la cama. Y aunque parezca imposible, a las diez en punto el perro deja de ladrar, los coreanos de partirse el culo, el hombre de edad indeterminada de vomitar y los niños de tocar los cojones. Me encaramo a mi litera y trato de dormir. Pero un tchssss tchssss seguido de unas carcajadas, seguido de un nuevo tchssss tchssss y de nuevas carcajadas me lo impide. Al incorporarme veo a Mamá Park tratando sin éxito de escalar hasta su litera mientras se parte de risa y se coloca el índice en la boca, como ordenándose callar a sí misma, tchsss, tchsss, jajaja, tchsss, tchss. Hijo Park 1 no sabe dónde meterse.

Finalmente se apagan las luces y se hace el silencio… excepto por los ronquidos y regurgitaciones del hombre de edad indeterminada, que como era de esperar duerme en la litera que está justo debajo de la mía.

Buenas noches.

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