En el cielo de Castilla



Etapa 18: Astorga - Foncebadón
Distancia: 25,9 kilómetros
Avituallamiento: Churros
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Un buen día (Intérprete: Los Planetas)

Km. 0: Amanece en Astorga, capital de las mantecadas y el chocolate “a la taza”, y huele a churros, así que me llevo a la famiglia a desayunar a un café al que ayer le eché el ojo mientras paseaba por la ciudad. Como era de esperar, Anna desayuna zumo de naranja y churros con chocolate... y también con café. En fin, para no quedarse con dudas.

Km 2: Al parecer Anna todavía tiene hambre y poco después de empezar a caminar ya quiere parar para la “seconda colazione”. Esto de la “seconda colazione” no sé si es un invento suyo o una tradición real en Verona y alrededores. En todo caso, sospecho que el espacio de tiempo entre la prima y la seconda colazione debería ser superior a veinte minutos… Nos mostramos inflexibles. Como es su costumbre, Anna se ajusta los cascos, levanta los brazos al cielo y después de dibujar un cuarto de circunferencia con cada uno de ellos los abre como si fuese un F16, nos adelanta levantando a su paso una brisa que nos alborota los cabellos y vuela literalmente hacia el siguiente pueblo con fonda.

Km. 13: Parada en El Ganso, donde Anna se toma otro café y otro zumo de naranja mientras mira de reojo cómo una peregrina va depositado en su estómago dos huevos fritos con jamón. Se contiene, por ahora.

Km. 20: La carretera se va empinando poco a poco y llegamos a Rabanal del Camino. Paramos en la Posada de Gaspar, donde Anna se toma un bocadillo de salchichón. Si lo pusiese en posición vertical, apoyado en el suelo, llegaría a la altura de su ombligo. Mientras la veo suprimirlo, escucho cómo dos ancianos mantienen la siguiente conversación:

- Joder, nada más verte ya me están dando ganas de irme.
- Siéntate aquí (dedo corazón apuntando al techo) y da pedales.
- Tú no sabes nada de mi vida, tontolaba.

Teniendo en cuenta que la población de Rabanal del Camino ronda los 500 habitantes en temporada alta, es posible que el anciano 2 sí que sepa algo de la vida del anciano 1. En todo caso, me da la sensación de que estos dos tipos llevan cinco décadas viniendo a esta misma posada simplemente para insultarse. Cincuenta años consagrados a tocarse las narices mutuamente. Cada día. A eso de la una.

- Que te calles.
- Tontolaba de toda la vida.

Los cinco últimos kilómetros de la etapa nos llevan a Foncebadón en una ascensión sencilla pero constante. El pueblo consiste en un puñado de casas semiocultas por la niebla en lo alto de una colina, una tienda-restaurante y un único albergue disponible en esta época del año, abierto en un fantástico caserón de piedra. El frío es intenso ahora mismo, así que nos apresuramos a entrar en la casa (donde el fuego crepita ya en la chimenea), sellar la credencial, quitarnos la ropa y darnos una ducha caliente. Sólo después, cuando Juan y yo salimos al exterior con la cerveza de rigor en la mano y la niebla se abre, nos damos cuenta de dónde estamos realmente: en el techo de León… Y Castilla, toda Castilla al parecer, se extiende a nuestros pies.

- No es posible que hayamos andado tanto
- No. Aquello será Astorga. Y aquello…
- León, quizá…
- Y aquella mancha… ¿Burgos?

Los hospitaleros que se encargan del albergue viven en roulottes destartaladas frente al edificio principal, rodeados de perros, gallinas, burros y caballos. Y ante las mejores vistas de toda la región. Sentados en un sofá viejo en la terraza, cubiertos con una manta, hablamos durante un rato con uno de ellos. Del silencio y la soledad en el camino. De ciertos amaneceres. De que este es un buen sitio para quien aprecie esas tres cosas.

A la hora de la cena, renunciamos al menú comunal que los hospitaleros van a preparar para el resto de los peregrinos, básicamente vegetariano y poco sustancioso para el hambre que llevamos arrastrando. En su lugar, nos decantamos por varios platos combinados que incluyen huevos y grasa en diversos formatos y manifestaciones. Pero debemos esperar a que los huéspedes que han elegido el menú comunal terminen de degustarlo y dejen la mesa libre. Y, al parecer, también debemos esperar a que al chef del albergue, un tipo de gran tamaño al que por abreviar llamaremos Cocinero Gómez (aunque es alemán), se le ponga en la punta del nabo prepararnos la cena.

- Creo que los del menú ya han terminado… ¿Nos toca ya?
- Nein… no, no. Aún tienen que tomar postre. Yo aviso.

Por lo visto a Cocinero Gómez le han contraindicado cocinar mientras sus comensales toman el postre. Es lo que parece, a juzgar por cómo los observa masticar y deglutir mientras vacía una botella tras otra de cerveza en su garganta y hace caso omiso de nuestros estómagos vacíos.

- Perdone que le moleste… pero creo que ya han terminado.
- Sí, sí.

Cocinero Gómez regresa a la cocina, pero al segundo vuelve a salir de ella con una nueva cerveza y ninguna intención de ponerse a los fogones. Entretanto, Matthew, músico canadiense de unos sesenta años, acaba de hacerse con una guitarra y ha empezado a rasgar algunas notas… lo que parece muy del gusto de Cocinero Gómez, que le mira y sonríe y marca el ritmo con su pie derecho mientras da pequeños sorbos a su cerveza y esquiva las miradas de indignación que le llueven desde la zona de la chimenea, donde apiñamos nuestros destemplados organismos, vacíos de alimento.

- Siento molestarle, pero… ¿se acuerda de nuestros platos combinados?
- Huh?
- Huevos con jamón y….

Me mira como uno miraría a una nueva especie animal, desconocida para la ciencia hasta ese momento. O quizá trata de recordar… Sí, creo que por fin ha visto la luz. Me da la espalda y desaparece. Parece que ha llegado el momento. Sí, ahí vuelve ya, y en las manos trae… un djembé.

- Hala, a tocarrr.

Quizá para olvidar el hambre, Juan agarra el djembé y lo aporrea con mucho gusto (toca el pandero y el tambor en grupos tradicionales gallegos) acompañando a Matthew, pero las notas reverberan de un modo muy desagradable en las paredes de nuestros estómagos vacíos. En poco más de media hora hay que apagar las luces y meterse en la cama. Y nosotros seguimos sin cenar.

- Bueno, ya está bien. Siento mucho tener tanta hambre. Siento mucho tener que obligarle a volver a la cocina cuando se lo está pasando usted tan bien, pero…
- Ah, sí, sí, sí… Ya voy. ¿Qué era? ¿Pollo o lomo?
- Huevos con jamón.
- Ah voy, voy…
- ¡Espere! Estas otras personas también quieren cenar…
- Huh?
- Somos cuatro. ¿Ve?

De muy mala gana, Cocinero Gómez abandona el concierto y entra por fin en la cocina. Anna apunta la posibilidad de que a Gómez se le ocurra aliñar nuestros platos con unos cuantos escupitajos, así que salgo de la casa y durante unos minutos monitorizo todos sus movimientos a través de una ventana. Todo parece normal. Vuelvo al interior y me siento a la mesa. Cinco minutos después, llega mi plato… pero ninguno más. Anna, Juan y Massi siguen sin cena. Y en lugar de volverse a la cocina, Cocinero Gómez se encarama a una de las mesas para poder alcanzar un altillo en el que hay todo tipo de instrumentos de percusión. De un salto vuelve a tierra firme y empieza a repartir maracas, sonajeros y otros trastos mientras él mismo nos dedica un solo de pandereta y tres o cuatro pasos de baile. Después de un plié y medio tirabuzón, la mirada de Gómez se topa con la mía y me ausculta como si me conociese de algo pero no supiese de qué… ¿Quién era este tipo? ¿Qué quería? Algo se me está olvidando…

En fin, varios años después todos conseguimos llenar nuestros estómagos y felicitamos al chef por su talento y generosidad. Él, quizá para reparar el daño causado, nos ofrece obsequiarnos con un pudding de chocolate a las finas hierbas, siempre que le guardemos el secreto. El de las finas hierbas, vamos. Lo juramos solemnemente… en vano, porque en lugar de volver con el happy postre, cinco minutos después vemos cómo se introduce en su roulotte con una peregrina coreana…

Buenas noches, Cocinero Gómez.

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