Lúpulo. Uva. Sus peligros


Etapa 14: Terradillos de los Templarios – El Burgo Ranero
Distancia: 30,6 kilómetros
Avituallamiento: Salchichón. Pan.
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Las torres rojas (Intérprete: La marabunta)

Arranco la caminata de hoy con Anna y después se nos une Juan. Paso a paso, dejamos Palencia, entramos en la provincia de León y en Sahagún atravesamos una extraña puerta que indica que acabamos de llegar a la mitad del camino hacia Santiago (de Compostela). La conversación con ambos, durante tres decenas de kilómetros de meseta vacía y pueblos fantasma, versa básicamente sobre la etapa de mañana, la más larga de todo el camino, 37 kilómetros que nos llevarán de El Burgo Ranero a León capital. Y esto es lo que nos decimos los unos a los otros, con gran énfasis:

- Hoy hay que cuidarse.
- Mañana será un día largo.
- Nada de cervezas.
- Nada de fumar.
- Ducha, cenar y a la cama.
- A las nueve como muy tarde.
- De todas maneras, a las diez cerrarán la puerta, como en todos los albergues.
- Eso es de lo más conveniente.

Y los tres asentimos porque sabemos que es lo correcto. Y nos sentimos muy bien porque sabemos que vamos a hacer lo correcto. Y de este modo los 37 kilómetros de mañana no serán más que un agradable paseo.

Así que llegamos a El Burgo Ranero e, inmediatamente después de dejar nuestras cosas en el albergue (donde los hospitaleros brillan por su ausencia) y sin pasar por la ducha, nos vamos al bar de enfrente, donde descubrimos con alborozo que las cañas cuestan 1,20 y vienen acompañadas de jugosas tapas gratis. Así que nos pedimos veinte y brindamos por la tradición de la tapa, que tan bien preservan en lugares como Granada, Madrid y, al parecer, León.

Se unen a la fiesta Massimiliano y Lara, una extraña alemana con la que nos hemos cruzado unas cuantas veces y que se queda a dormir en las habitaciones que este mismo bar tiene en el piso de arriba. Me pide que le pregunte a la dueña del local si puede pagarlo todo (habitación y vinos) mañana por la mañana con tarjeta, puesto que no tiene líquido y en el pueblo no hay cajeros. Por supuesto, responde la dueña. Lo que los cinco celebramos con una nueva ronda de lúpulo y uva y tapas gentileza de la casa.

Como el hambre aprieta, nos sentamos todos allí mismo a cenar un menú, en el que se incluyen unas cuantas botellas de vino y/o cerveza que vaciamos lenta y minuciosamente mientras la conversación fluye a su antojo. Lara lamenta ahora tener que quedarse a dormir aquí, aunque vaya a disfrutar de habitación individual, puesto que ha visto que en nuestro albergue hay chimenea. Sí, lo cierto es que nuestra chimenea es de lo más agradable, cálida y acogedora, decimos. ¿No sería lo correcto, puesto que se trata de una chimenea absolutamente agradable, cálida y acogedora, comprar unas cuantas botellas de vino aquí, en el bar, y bebérnoslas al amor del fuego del albergue? Pues claro, cómo no se nos ha podido ocurrir antes.

Y de esta forma procedemos. Con nuestro cargamento de botellas, cruzamos la calle, entramos en el albergue y descubrimos que, desafortunadamente, los hospitaleros oficiales no han vuelto y no van a volver. Y quien ha asumido por esta noche su rol, de manos de la autoridad competente local, es un peregrino alicantino llamado Jonathan que tiene sobrada experiencia en estas lides, pues ha ocupado puestos de gran responsabilidad en un hotel de Baleares, aunque ahora lo ha dejado todo por un trabajo como elfo en un resort de lujo en Laponia (como suena, no me pongan esa cara, que todo lo que uno escribe en este diario es cierto). ¿Le parece bien a Jonathan que nos bebamos estas botellas de vino al amor del fuego, aunque sean más de las diez y las ordenanzas alberguiles lo prohíban? Por supuesto que sí, siempre que hablemos en susurros para no despertar a unos coreanos que se acaban de meter en el sobre. Fantástico. Que vivan los elfos y que viva Laponia. Susurremos, pues.

Un par de botellas de vino después, ocurre.

De pronto a Juan se le iluminan los ojos de una manera extraña. Y sotto voce afirma con asombrosa seguridad en sí mismo que en cinco minutos va a echarse la mochila encima y se va a León. Sí, sí, 37 kilómetros de meseta vacía. Por la noche. A dos bajo cero. A Massimiliano le falta tiempo para levantarse, meter sus cosas en su propia mochila y susurrar que sí, que contigo hasta la muerte compañero. Lara susurra que no se vayan todavía, que ahora mismo cruza la calle para coger sus cosas de su habitación y se larga con ellos. Pero antes me lanza una mirada desafiante, una de esas miradas que otras chicas me han lanzado en el pasado y con las que quieren decir: “¿Y tú qué? ¿Tienes lo que hay que tener o eres otro aburrido hombre de mediana edad incapaz de agarrar la vida tal como viene?”. Considero durante unos segundos mi respuesta. Susurro:

- Ni de coña, amiguetes. Que se os congele bien. Me voy a la cama.

Grandes susurros de protesta. Vamos, vamos, no puedes perderte esta aventura, te vas a arrepentir, lo vamos a pasar en grande y mañana te vas a odiar por no haber venido, etc. etc. etc. La presión es brutal. Jonathan susurra:

- Yo porque me tengo que quedar aquí de hospitalero, pero si no… me apuntaba. Una aventura es una aventura.

Jodido elfo... Por suerte, todavía queda Anna, mujer equilibrada, mayor que los tres expedicionarios, serena y sensata. Me vuelvo hacia ella en busca de apoyo… y descubro que está subiéndose la cremallera del abrigo y buscando sus botas.

- Anna, ¿te has vuelto loca?
- Es el mio fratello… No puedo dejarle solo…
- Anna, por favor. Dos bajo cero. Nueve horas a dos bajo cero. La etapa ya va a ser bastante dura de día.
- Lo so, lo so… pero es mi hermano pequeño…
- Anna, no hay nada abierto ahora. No vas a poder tomarte tu cafetino. Ni un solo cafetino, Anna, ni una sola posibilidad de parar en ninguna parte en unas nueve horas a por un cafetino.
- ¿No hay cafetino?
- No, Anna. No hay cafetino. Ninguno. En nueve horas. A dos bajo cero.

Anna mira a su hermano. Se acerca a él. Conferencian en susurros. Poco después se desprende de su abrigo. Se despiden. Anna sube a dormir.

Me acerco a Juan. Trato de convencerle de que es una locura.

- Tranquilo, sé lo que hago.
- No tienes la menor idea de lo que haces. Es el vino. La cerveza. O eso que fumas…
- Nada de eso. Estoy ferpectamente. Y sé lo que hago.
- No, no lo sabes. Pero en fin, si en un rato no lo ves claro, vuelta.
- Vale. Pero sé lo que hago. Nos vemos en León.

Lara vuelve con sus cosas. Juan y Massimiliano ya están listos. Se despiden en susurros y emprenden la marcha. Y yo me voy a la cama. En mi vida he sentido menos envidia de nadie. Será que me estoy haciendo viejo.

Buenas noches.

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