Telón


Etapa 28: O Pedrouzo – Santiago (de Compostela)
Distancia: 20 kilómetros
Avituallamiento: Cerveza
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Miña terra galega (Intérprete: Siniestro Total)

- ¿Dónde está la parada de autobús más cercana?
- ¿Cuál es el número de los taxis aquí?
- ¿Alguien tiene a mano una canoa?

Desde la puerta del albergue, en la que todos nos apiñamos, ahora mismo casi no se ve la calle. El agua cae en cortinas de una densidad que los ojos apenas pueden perforar. Las caras hablan de sueño, de desencanto y de impaciencia. Hace ya un buen rato que hemos empacado nuestras cosas, las mochilas se apilan en la recepción y estamos deseando empezar la última etapa, pero por ahora nadie se atreve a salir. Juan consulta el pronóstico del tiempo en su móvil. Al parecer, la cosa empezará a mejorar a las nueve. Falta todavía un buen rato, así que decidimos envolvernos en toda nuestra equipación impermeable y correr unos cien metros hasta la cafetería más cercana. Desayunamos despacio, tostadas grandes, huevos, varios cafés, croissants a la plancha con mantequilla y mermelada. Hojeamos los periódicos y los suplementos dominicales y hablamos de fútbol sin perder nunca de vista la lluvia a través de los ventanales. A las nueve menos cinco el estruendo de las gotas contra el asfalto y los cristales empieza a remitir un poco. Es el momento. Vamos allá.

- Miña terra galega, donde el cielo es siempre gris...

No tenemos prisa. No queremos tenerla. La intención es caminar despacio, saboreando estos últimos tramos del viaje. Sin embargo, recorremos los primeros siete kilómetros, más de un tercio de etapa, en una hora. Quizá ha sido la lluvia, quizá las ganas de vernos ya frente a la catedral. En cualquier caso, vamos demasiado deprisa y, ahora que somos conscientes de ello y que la lluvia ha parado, decidimos bajar el ritmo. Hoy somos Jesús, Juan, Anna y yo. Massi desaparece pronto: quiere llegar en solitario.

La etapa parece querer funcionar como un sumario de lo que han sido las últimas cuatro semanas: hay tramos de bosque, robles y castaños, hay repechos duros y bajadas, también hay rectas interminables como las que pusieron a prueba nuestra paciencia en la meseta castellana. De pronto nos topamos con un letrero que a pesar del tiempo que hemos pasado en la ruta se antoja irreal: SANTIAGO 11. Recuerdo ahora el día que salí de casa de mi madre como quien sale a comprar el pan, hace veintiocho días. Recuerdo los primeros carteles, que me alertaban de que Santiago (de Compostela) estaba a más de 700 kilómetros, de que el ladrillo era quizá demasiado denso como para pensar siquiera en ablandarlo. Recuerdo el escepticismo inicial, las rampas del Perdón y la primera noche en Puente la Reina. Recuerdo a las Gemelas Gilipollas y a Joe, a Vitor y a Rob, a Francis, a la familia Park, a Andrés el hospitalero y a Irene. Recuerdo la noche en Logroño con mis amigos. Todo queda muy lejos, a una distancia que ahora parece de meses, de años. Pequeños pasos, uno detrás de otro, miles de pequeños pasos insignificantes nos han traído hasta aquí, pero al mirar atrás resulta complicado suspender la incredulidad.

Hacemos una primera parada en un bar donde nos tomamos una cerveza y tratamos de precisar el día, la etapa en la que todos nos conocimos, en la que hablamos por primera vez. ¿Fue en Belorado? ¿En Nájera? No está del todo claro. Fue hace mucho tiempo en todo caso, y estas amistades que empezaron a forjarse a base de saludos imprecisos, de frases sueltas aquí y allá, en pausas en mitad de ninguna parte, son ya viejas y profundas y las queremos eternas y ya nos estamos prometiendo visitas los unos a los otros, allá donde estemos.

Antes de llegar al Monte do Gozo paramos en un claro abierto en una arboleda junto a un riachuelo donde, colgados de las ramas, apoyados en los troncos y en las rocas o simplemente desperdigados por el suelo hay bastones, camisetas, bragas, collares, conchas, impermeables, botas con las suelas destrozadas, chanclas, guías de viaje, cartas, fotografías, gafas de sol, guantes…. Un auténtico santuario que ha ido creándose a partir de las ofrendas de cientos de peregrinos a lo largo del tiempo. Todos dejamos algo. Anna se desprende de uno de sus bastones. Yo rebusco en mis bolsillos, pero no encuentro nada valioso que dejar y tampoco es cuestión de desnudarse en un día como este. Así que escribo una pequeña nota y la cuelgo de una pinza en un cordel junto a un tanga.

El Monte do Gozo se hace esperar. Cuando por fin lo alcanzamos paramos allí lo justo para hacernos unas fotos (el viento es fuerte ahí arriba) y contemplar por primera vez desde la distancia la ciudad de Santiago (de Compostela). Descendemos hacia ella en paralelo y justo antes de entrar nos topamos con un tumulto de turistas japoneses que se giran para hacernos fotos, puesto que al parecer somos seres de interés turístico, animales extraños, polvorientos y malolientes que aparecen ahí al fondo, a la salida de un pasillo de más de 700 kilómetros.

Sólo quedan cuatro kilómetros para llegar a la plaza del Obradoiro, pero todavía paramos una vez más a tomar otra cerveza. Hablamos poco. Jesús se sienta en una silla sin quitarse la mochila, encorvado, la mano en el mentón y la mirada fija en el suelo, a dos mesas de donde nosotros estamos. A saber dónde está ahora su mente. El silencio se va imponiendo poco a poco, se levanta con nosotros cuando nos disponemos a encarar los últimos metros de este asunto peregrino y ya no nos abandona mientras atravesamos las calles de Santiago (de Compostela), que nos reciben casi vacías en este domingo desapacible.

De pronto, Anna, me coge de la mano y rompe el silencio con una carcajada. Y veo que también coge de la mano a Juan, que por su parte agarra la de Jesús. Y así, en cadena, entramos en el casco viejo, donde la gente se para y se vuelve a mirarnos. Levantamos sonrisas a nuestro paso y una chica joven nos lanza un “bienvenidos”. El sol ha empezado a abrirse paso entre las nubes y en cuanto atisbamos una de las torres de la catedral y el túnel que conduce a la plaza del Obradoiro echamos a correr, sin soltarnos las manos en ningún momento. Es 20 de noviembre. Salí de Pamplona el 24 de octubre. Un puñado de pasos más y todo habrá terminado.

Es sólo ahora, en el instante en el que por fin la catedral se materializa ante nosotros, cuando rompemos la cadena, probablemente sin darnos cuenta, mientras miramos hacia arriba y tratamos de estar a la altura del momento. La catedral está en obras (esta es una maldición que me persigue allá donde voy) y las emociones quedan algo amortiguadas por los andamios, lo que en cierto modo me facilita las cosas. Durante unos minutos deambulamos por separado, caminamos en círculos, no sabemos muy bien qué hacer, nos dejamos caer en el suelo. El sol luce ahí arriba y en el cielo no hay rastro de nubes. Anna está llorando. Jesús habla ya por teléfono con su familia. Yo me levanto y me abrazo con Juan. Lo hemos conseguido, compañero. Agarro el teléfono y también llamo, envío mensajes. Pero pronto me doy cuenta de que no es posible compartir esto con nadie más allá de quienes estamos aquí, de que ninguna de las reacciones que lleguen desde el otro lado del teléfono me resultará satisfactoria. Así que guardo el móvil para el resto del día y corro a reunirme con mis amigos, que ya se están dejando fotografiar juntos frente a la fachada de la catedral. Y nos abrazamos y nos besamos y nos volvemos a abrazar. Debora, la brasileña, que acaba de llegar, se me abraza y apoya su cabeza en mi hombro sin poder parar de llorar. Su amigo Andrés, el colombiano-londinense, también me rodea con sus brazos. Las sensaciones son fuertes, inabarcables e inesperadas. Debora me pide, en inglés, que defina con una sola palabra lo que estoy sintiendo ahora mismo.

- Blank.

Una voz recia viene a romper los encantamientos y a devolvernos a una realidad más prosaica en la que, por otra parte, ya estamos deseando ingresar.

- ¡Hey guys! ¡I’m here to bring you some joy!

El propietario de la voz pesará unos ciento cincuenta kilos, lleva una barba muy larga y habla con un inconfundible acento norteamericano. Ante nuestra estupefacción, saca de ninguna parte varias botellas de vino tinto y, con la ayuda de su compañera, empieza a repartir vasos de plástico. Entre carcajadas nos explica que llegó ayer y que esto es precisamente lo que le habría gustado que ocurriese en ese momento. Llenamos los vasos, brindamos por muchas cosas, los vaciamos y los volvemos a llenar. Jesús se bebe por fin su primer trago en más de un mes (él salió del Pirineo aragonés, su camino ha sido el más largo) y una sonrisa asoma por fin en su cara. ¿Qué tal, Jesús?

- Uf. Joder. Joder...

Son los primeros tragos de un día que poco a poco se irá convirtiendo en noche. Pero antes encontraremos habitaciones individuales muy rústicas, apenas una cama, una ducha y una puerta que poder cerrar a nuestra espalda, pero que nos harán sentir como príncipes, como emperadores. Y después asistiremos a la misa del peregrino en la catedral y tendremos que consolar a Juan de la decepción que para él supone que a los curas del lugar no se les antoje sacar a pasear el botafumeiro (a pesar de que hoy es Cristo Rey y deberían haberlo hecho). Y a continuación nos daremos un festín de pulpo, pimientos de padrón, ribeiro y otras delicias locales sin escatimar en gastos ni en entusiasmos. Y nos beberemos todas las cervezas y todas las copas y cerraremos todos los bares y la noche irá por donde le dé la gana. Y la apuraremos hasta sus últimas gotas y estará a punto de convertirse de nuevo en día.

Pero esa es otra historia. 

 

Casi allí. Casi aquí.


Etapa 27: Arzúa – O Pedrouzo
Distancia: 19,1 kilómetros
Avituallamiento: Nada
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Ninguna.

La penúltima etapa resulta ser la más fácil del camino hasta ahora. Diecinueve kilómetros prácticamente llanos que nos llevan de Arzúa a O Pedrouzo y que cubrimos en unas cuatro horas, sin despeinarnos, casi por inercia. A las doce y media de la mañana ya hemos llegado a destino. El día es ciertamente desagradable (viento, frío, lluvia) y en O Pedrouzo (que difícilmente aspirará alguna vez al premio a la villa más bonita de España) no hay mucho que hacer. Una vez que cumplimos con el trámite de llenarnos el estómago (un plato de pasta en un establecimiento pseudoitaliano bastante triste) nos encerramos en el albergue a leer, escribir, sestear, charlar con unos y con otros y pensar en lo que vamos a hacer a partir de pasado mañana, cuando todo esto haya acabado.
Y resulta extraño imaginarse fuera del camino, de esta línea continua de asfalto, polvo, piedras y hierba por la que llevamos transitando cuatro semanas, sin más obligación que seguir dando pasos, uno tras otro, sin prisa y sin desvíos. Extraño volver a nuestras vidas, a nuestras ropas, a nuestra gente, a todas esas cosas que nos definen de una manera y no de otra. Extraño abandonar esta excepción que es el camino, este disfraz, esta rutina que durante un mes se ha convertido en nuestra vida y que en algún momento nos confundió al hacernos pensar que nunca terminaría. Nos queda el día grande, claro, pero casi preferimos no pensar en él para no anticipar emociones que todavía no sabemos si experimentaremos o no. También para no gastarlo por adelantado.

En principio, Anna quería seguir caminando hasta Finisterre, pero finalmente ha decidido parar en Santiago (de Compostela) y tomarse tres días de descanso antes de volver a Italia, donde tiene que asistir a una boda, y después volar a Kenia para unos cuantos días.

Jesús también quería continuar hasta Finisterre, pero le reclaman ya desde Alicante y creo que tiene ganas de volver y estar con su gente. Aunque ya está haciendo planes para emprender el “camino portugués” en cuanto en su casa le quiten la vista de encima.

Juan es el único que va a seguir caminando. Su plan es llegar a pie hasta su casa, en Vilagarcía de Arousa. Le costará un par de días más y tendrá que hacerlo en solitario. Quizá se cruce con algún peregrino del camino portugués.

Yo tengo ya en un bolsillo de la mochila mi billete de vuelta a Pamplona. El martes por la mañana me subiré a un tren y cruzaré el norte durante nueve horas, parando en algunos de los lugares por los que hemos ido pasando: Villafranca del Bierzo, Astorga, León, Burgos… Massimiliano ha decidido venir en el mismo tren, que le llevará en unas quince horas hasta Barcelona, desde donde tratará de buscar un autobús que le deje en Milán… Todo por no subirse a un avión.

En fin, esto se acaba. Mañana, si nada lo remedia, llegaremos a Santiago (de Compostela), donde pasaremos juntos dos noches y sus días. Aún no sabemos dónde nos vamos a quedar, pero no será un albergue. Queremos premiarnos con una habitación individual, con su ducha individual y su puerta que se cierra con llave y deja al resto del mundo fuera. Queremos celebrar, celebrarnos. Queremos que los dos próximos días sean largos, que empiecen cuanto antes y que tarden en terminarse.

Así que buenas noches.

Cosas de comer. Cosas de beber


Etapa 26: Palas de Rei – Arzúa
Distancia: 28,8 kilómetros
Avituallamiento: Bocadillo monstruoso de beicon y queso
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Coffee and TV (Intérprete: Blur)

Encaramos la etapa reina de Galicia habiéndole advertido a nuestro cerebro de que las piernas y el ánimo van a sentir los casi veintinueve kilómetros de esta jornada de rampas “rompepiernas” como si fuesen cuarenta en llano. Al menos eso es lo que hemos leído. También hemos leído que no debemos preocuparnos: hay bares y otros puestos de avituallamiento prácticamente cada dos kilómetros.

La primera información se acerca bastante a la realidad. La etapa, que los cinco (Massi, Anna, Jesús, Juan y yo) recorremos en su mayor parte bajo una lluvia fina, no nos da demasiada tregua. Apenas hay tramos llanos, pero todos caminamos a buen ritmo, concentrados y en silencio, atravesando esta continuidad verde de bosques maravillosos que es Galicia por estos pagos. Las dos etapas que tenemos por delante van a ser muy cortas y sencillas, prácticamente un regalo para los peregrinos que se han portado bien, así que queremos disfrutar al máximo de estos últimos kilómetros duros del camino, confirmar, todavía con sorpresa y encantamiento, que las piernas se han vuelto de acero, que se han hecho inoxidables, irrompibles, incansables, feroces.

La segunda no resulta ser del todo cierta. Hacemos una primera parada para un café un par de horas después de empezar. Hablamos, bromeamos, nos reímos. Comentamos lo bien que vamos todos, caminando casi en paralelo hoy, como si no quisiésemos perdernos de vista, como si ya hubiésemos empezado a echarnos de menos. Nuestro plan es tomarnos nuestro tiempo para cubrir la jornada, dividirla en tres partes de unos nueve kilómetros, parar siempre que nos apetezca. No tenemos ninguna prisa, más bien todo lo contrario. Pero el camino no nos permite esos placeres. Uno tras otro, entramos en pueblos en principio “dotados de todos los servicios”, pero que han echado la persiana por fin de temporada jacobea. Melide, la villa teóricamente de mayor enjundia de la zona, está cerrada a cal y canto. El hambre aprieta, la lluvia arrecia y Jesús y yo apremiamos el paso, adelantándonos un poco con respecto al grupo. En Boerte, más de lo mismo: persianas, cerrojos, candados, vuelvan ustedes otro día, pero no antes de primavera. Un momento, ahí, justo al lado de la carretera, hay un bar. Jesús se adelanta y le echa un vistazo desde fuera.

- No. También está cerrado. Voy a preguntar por ahí.

Jesús se interna en las callejas del pueblo y le pierdo de vista. Pero por mi parte no estoy del todo seguro de que ese bar esté cerrado. Una luz, mortecina sin duda pero luz, asoma por su ventana. Por si acaso, empujo la puerta, que contra pronóstico cede a la presión de mi mano. En su interior, en una penumbra desoladora, algunas moscas y una camarera que preferiría estar en otro sitio. También dos parroquianos sentados en sendos taburetes, acodados y encorvados sobre la barra, todo espalda, como si quisieran ocultar al mundo (o incluso a sí mismos) el hecho de que están allí, como si les avergonzase no tener otro lugar mejor en el que pasar el rato. Sobre todos ellos, decenas, cientos de gorras colgadas del techo, gorras de béisbol y de publicidad de cualquier cosa que penden cubiertas de polvo y mugre. Alguien debió de considerar hace mucho tiempo que esto era una buena idea. No hay música. El silencio es total.  No hay nada mejor y quizá no lo haya hasta que lleguemos a Arzúa, así que pido una cerveza. ¿Hay algo de picar?

- No. Aquí no hay de picar. Nada. Quizá en Castañeda. A dos kilómetros. Aquí no hay nada.

Y ese “aquí no hay nada” suena como si realmente aquí no hubiese nada. No sólo de comer. Simplemente, nada. De todas maneras, aviso a Juan y Anna por teléfono de que estoy parado aquí, aunque “no hay nada”. A Juan le parece bien que no haya nada, siempre que al menos haya cerveza. Los dos llegan poco después y nos tomamos esa cerveza y fumamos en una de las mesas que hay fuera, donde hace mucho frío y llueve, pero al menos no hay gorras tristes colgadas del techo. La cerveza me enfría y me destempla más de lo que estaba. Afortunadamente, suena el teléfono. Es Jesús, que ante el vacío hostelero ha decidido adelantarse por su cuenta.

- Estoy en Castañeda. Hay un sitio abierto. Bocadillos. Buenos.

Acabamos la cerveza de un trago y volvemos al camino a la carrera, escuchando cómo nuestros pasos resuenan en las paredes de nuestros estómagos vacíos. Llegamos unos cuarenta minutos después a Castañeda, donde Massi, que iba por delante, y Jesús ya están terminando de relamerse, y pedimos tres bocadillos. Lo que el dueño del establecimiento nos trae a cambio de un puñado pequeño de monedas está mucho más allá de lo que ninguno de los tres habría podido soñar. Tres montañas de comida entre dos rebanadas de pan glorioso, los bocadillos más grandes que jamás hayamos visto. Así funcionan en el camino las leyes de la compensación. El ánimo se nos calienta justo cuando empieza a llover a mares ahí fuera. Pero estamos satisfechos y contentos y empezamos a tener ganas de celebrar, así que nos ponemos todo nuestro equipamiento impermeable y encaramos los últimos kilómetros de la etapa.

En Arzúa sigue lloviendo mientras nos duchamos en el albergue de la Xunta. Sigue lloviendo, pero hay un bar a cinco pasos (literalmente) de la puerta del albergue. Y en el bar hay cerveza y también Cardhu, así que propongo una sesión de lo que mi amigo el dibujante Ganuza y yo llamamos Baltimore. Bebemos peligrosamente porque sentimos que nos lo merecemos y que ya es hora, que aún quedan dos etapas pero ya es hora de calentarnos el alma un poco más de lo que una simple cerveza conseguiría. Y así, durante varias horas en las que ignoramos las virtudes que el pueblo tiene más allá de las que ofrece este bar pequeño, hablamos mucho y recordamos cosas que pasaron hace una o dos semanas y nos reímos y nos emocionamos y la cerveza y el whisky nos hacen transitar por territorios insospechados y sin cartografiar en los que todo es posible, y a la tertulia y a las risas y las emociones se van uniendo Debora y Andrés y un par de peregrinos catalanes que pasaban por allí. La noche se va imponiendo y nos la bebemos a tragos pequeños, saboreando cada sorbo. Y decimos muchas cosas que quizá no esperábamos decir y que al día siguiente habremos olvidado. O quizá no del todo. 

Élites e intrusos


Etapa 25: Portomarín – Palas de Rei
Distancia: 25 kilómetros
Avituallamiento: Castañas
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Little Honda (Intérprete: Toconos)

Al parecer, hay quien viene al camino a desahogarse por vía oral. Por ejemplo:

- A este le han comprado una Play y una moto. ¿Te lo puedes creer? Qué desastre.
- No, si yo ya estuve hablando con sus padres…
- Se lo digo a Begoña constantemente. Este crío no tiene remedio y algo hay que hacer. Yo no puedo hacer más.

Quienes así conversan son dos profesores de instituto de unos cincuenta años (a los que por abreviar llamaremos Profesores Gómez) que caminan cien o doscientos metros por detrás de nosotros (Juan, Jesús y yo, que hemos empezado juntos la etapa después de tomar un café y un bollo nada fresco servidos por una camarera que odia su trabajo en el único bar abierto a estas horas en Portomarín). Y si somos capaces de escucharles y de deducir que son profesores, a pesar de la distancia que nos separa, no es sólo porque prácticamente no hay ruido alrededor, sino porque los dos colegas hablan a gritos, como si el volumen excesivo formase parte de una terapia experimental destinada a aliviar el estrés laboral, que por lo que (involuntariamente) oigo es tremebundo en este caso.

- En cambio al otro le mandaron en verano a una academia y en septiembre lo sacó todo y con nota. Y este año, ni te lo imaginas. Es increíble lo que ha mejorado.
- Y el otro con la Play.
- Y la moto.
- Hay que hablar con Begoña cuanto antes.

Al principio siento compasión por sus alumnos (incluso por Begoña, sea esta quien sea), porque de esta charla deduzco que ambos maestros, al igual que la camarera de esta mañana, odian su trabajo en todos sus pormenores y sin duda son incapaces de contagiar el menor entusiasmo en sus estudiantes, cualquiera que sea la asignatura que impartan. Pero después, conforme su conversación va avanzando, me resulta imposible no simpatizar un tanto así. Porque no se permiten ni un segundo de silencio. Y sospecho que quizá en otro tiempo sintieron la llamada de la vocación. Las quejas de Profesor Gómez 1 pisan las de Profesor Gómez 2, los lamentos del uno solapan con los gimoteos del otro. Todo es tan excesivo que nos inspira cosas como:

- Estos van a acabar con ampollas en la lengua.
- Y tendinitis en las cuerdas vocales.

Durante las dos primeras horas de esta etapa sus voces se convierten en trasfondo sonoro de nuestra mañana. Simplemente no pueden parar de hablar, de desgranar una por una las razones de su desazón. Invadidos por sus palabras, no tenemos más remedio que hablar de nuestras propias experiencias con los profesores del colegio, de lo terriblemente malos que eran (excepto uno o a lo sumo dos, decimos), de lo complicado que debe de ser ese oficio en la era de los smart phones la hiperconectividad en tiempo real y las redes sociales de los cojones. De pronto experimento una oleada de felicidad, un bienestar supremo que no estaba ahí cuando me he despertado en mi litera esta mañana: no soy profesor de instituto. Durante unos minutos me permito paladear esta nueva consciencia de mi condición de “no profesor de instituto”, de mi pertenencia a esa élite que no tiene que madrugar cada día para encerrarse en un aula con treinta y tantos hijos de puta de catorce años.

- Pero no me escucha, Begoña. No me escucha. Y empiezo a desesperarme, joder.
- Ese crío es un cabrón. Lo mires por donde lo mires.

También pertenecemos a otra élite, Juan, Jesús y yo. Y esto no lo he comentado con ellos, pero sé que en un momento u otro todos hemos experimentado esta sensación, que llamaremos de superioridad. Superioridad de quienes, como nosotros, caminan todos los días, sin descanso, durante cuatro semanas, sobre los peregrinos de fin de semana o de puente. Digamos que esta sensación es tan brutalmente injusta que uno, casi inconscientemente, tilda de “intrusos” a estos otros peregrinos que (como los Profesores Gómez, pobrecillos) no pueden permitirse treinta días libres para completar el camino como Santiago (de Compostela) manda. Intrusos, domingueros, aficionados, seres inferiores, despreciables y abominables. Escupiríamos sobre ellos ahora mismo, gentuza. Esas botas recién estrenadas que sin duda les van a destrozar los pies en menos de un par de horas. Ese cortavientos de alta gama en el que no hay una sola mota de polvo. Esos pantalones de travesía que no huelen a albergue, que no apestan a anciano con síndrome de Diógenes por no haberlos lavado en veinte días, que no llevan encima un kilo de mugre extra. Esa falta de arrugas bronceadas alrededor de los ojos. Esas barbillas primorosamente afeitadas. Esa narrativa interrumpida, esa falta de continuidad en el relato interno del camino. Esas ampollas de principiante. Esa tendinitis de novato. Ah, ignorantes, perros, escoria.

Y así, despreciando en silencio y siendo vergonzosamente injusto, llego a Palas de Rei.

Un día más. Un día menos.


De repente, el Miño


Etapa 24: Sarria - Portomarín
Distancia: 22,4 kilómetros
Avituallamiento: Castañas
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: You Got the Love (Intérprete: The Retrosettes)

A pesar de que, en teoría, Sarria es punto de partida para todos aquellos peregrinos que tan sólo recorren los últimos cien kilómetros del camino y que, por tanto, era de esperar un aumento del flujo de caminantes a partir de hoy, a la hora del desayuno todas las caras con las que me encuentro en el bar son familiares: Anna, Massi, Juan, Jesús, Nicola y su grupo (que llegaron ayer a última hora, como es su costumbre), Debora, Andrés, Ken, el japonés (del que no he escrito nada porque hasta ahora no ha dicho nada de nada, más allá de “hola”)… Está claro que es temporada baja y todos tenemos la sensación de que somos básicamente los últimos peregrinos que este año atravesarán la ruta hacia Santiago (de Compostela). Por detrás, a un día de distancia, continúan camino las Gemelas Gilipollas, el Nieto de Johnny Winter, la Chica Danesa y Barak, de quien tenemos noticias de vez en cuando a través del teléfono de Juan (digamos que tienen intereses comunes en forma de cosas de fumar y al israelí le gustaría mucho que Juan se parase un día…). En fin, que somos los de siempre, sin demasiadas novedades. Y no dejamos de repetirnos lo afortunados que hemos sido en las tres últimas semanas, no sólo en lo que respecta al tiempo (sólo dos días de lluvia, cielos rasos casi cada mañana), sino también en cuanto a la cantidad de gente con la que compartimos senderos. Hemos escuchado historias escalofriantes acerca del camino en verano, cuando la sobredosis de peregrinos obliga a muchos a levantarse a las cuatro de la mañana y caminar tan deprisa como les sea posible para garantizarse una cama en el pueblo de destino. El único problema (por llamarlo de alguna manera) con el que nosotros nos estamos encontrando es el hecho de que la mayor parte de los bares, posadas y ventas que habitualmente avituallan a los caminantes están cerrados en esta época del año, con lo cual en muchas ocasiones hay que guardarse las ganas de cerveza, pincho y café para la siguiente parada… si es que hay suerte. En los veintidós kilómetros de la etapa de hoy sólo encuentro un bar abierto, justo a mitad de camino, y en él me paro otorgándole casi categoría de oasis.

Galicia sigue cubriéndonos de bosques y alfombrándonos los pasos con hierba fresca y castañas. Y hoy camino solo durante la mayor parte de la etapa, con la mente puesta en… no lo sé. Nada, supongo. Antes de comenzar este asunto peregrino pensaba que todas esas horas de camino en solitario darían pie a largas reflexiones. Dispondría de días enteros para pensar en planes y proyectos, para desarrollar ideas o tratar de explicarme a mí mismo fragmentos borrosos de mi propio pasado. Sin embargo, hoy me doy cuenta de que durante la mayor parte del tiempo mi mente no piensa en nada. Y si lo hace, es algo banal. Casi siempre la sorprendo repitiendo en bucle canciones o frases (un pasaje de un libro o de una conversación, el diálogo de una película, un verso de una canción, una serie de palabras sin sentido a veces) que funcionan como mantras en el proceso de vaciado de mi cerebro de cualquier secuencia lógica de pensamientos. Pero no la suelo sorprender. Me limito a comenzar a caminar y a seguir caminando y a terminar de caminar. A veces escucho mis pasos, como si realmente marcasen un ritmo determinado y no otro. A veces no. Y esas cinco o seis horas pasan a una velocidad cada vez más alta, sin que yo sea capaz de saber dónde ha estado exactamente mi cabeza en todo ese tiempo.

Hoy esto me ocurre de una manera más intensa, si cabe, y tan sólo me saca de esa desconexión neuronal una enorme masa de agua con la que me topo al cruzar el puente que conduce a Portomarín, estación termini de la etapa de hoy. Es el Miño, un nombre que me manda de una patada a las clases de geografía de mi infancia y desencadena una tormenta de imágenes, rostros, lugares, sonidos y olores del pasado. Más de treinta años después veo el Miño por vez primera y alguien me cuenta (ah, es Jesús, que acaba de llegar a donde yo me encuentro, apoyado en la barandilla del puente) que ahí abajo hay toda una ciudad sumergida bajo el agua. Y al parecer es cierto, creo ver los restos de un campanario asomando por la superficie. Más tarde, cuando ya nos hayamos instalado en el albergue de la Xunta (que por una vez cuenta con una cocina flamante… en la que no hay menaje de ninguna clase, quizá por la presión del lobby de restauradores…), también me contará que la iglesia-fortaleza fue trasladada piedra a piedra desde cauce del río hasta lo alto del pueblo, donde ahora se encuentra, y que por eso cada piedra está numerada, como piezas de un enorme puzzle en tres dimensiones.

Portomarín está, por lo demás, casi vacío y cerrado, como mi cabeza. Un nuevo pueblo fantasma que tan sólo revivirá allá por primavera, cuando lo saquen de su ensimismamiento invernal hordas de peregrinos pegándose por una cama.

Nosotros lo paseamos en silencio, casi de puntillas, no vaya a despertarse.

Buenos días


Etapa 23: Triacastela - Sarria
Distancia: 18,3 kilómetros
Avituallamiento: Castañas
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Wild Wood (Intérprete: Paul Weller)

Todavía no ha amanecido y nos tomamos nuestro tiempo para desayunar en el café Atrio, el único abierto a estas horas en Triacastela, que nos sorprende con los mejores croissants que he probado en mucho tiempo. Son tan buenos que entre Anna y yo agotamos las existencias del local, para disgusto de los peregrinos que llegan más tarde.

La etapa de hoy es, sobre el papel, un paseo. Poco más de dieciocho kilómetros, lo que a estas alturas nos suena a día de fiesta para las piernas y las rodillas. Sin embargo, la escasa distancia de la jornada se compensa con una buena ración de rampas duras durante los primeros siete kilómetros. Afortunadamente, el sendero transcurre entre auténticos túneles vegetales, por bosques encantados de robles y castaños que parecen haber estrenado sus colores esta misma mañana. Jesús y yo volvemos a adelantarnos y pronto perdemos de vista al grupo. Mi compañero de caminata no deja de repetir su mantra, abrumado por la belleza de estos bosques que no abundan en su tierra: “Esto no se cuenta. Esto no se puede contar. Hay que verlo”. Pero hoy lo enriquece con este otro apunte:

- No me extraña que la gente que conoce lo de Burgos empiece el camino aquí y diga “que le den por culo a Burgos…”

A Jesús le gusta saludar a todos los lugareños con los que nos topamos cada vez que entramos en un pueblo. No son muchos, porque en este rincón del planeta, conocido como Ribeira Sacra, hay bastantes más vacas que humanos, y los pocos con los que nos encontramos están a lo suyo, enredados en tareas que no han cambiado mucho desde la Edad Media, sin apenas reparar en los extraños que por unos segundos se cruzan en su camino con una mochila a la espalda. De todas maneras, Jesús siempre prueba suerte, en voz alta, firme y a la vez amistosa.

- Buenos días.

Y la mayor parte de las veces recibe otro “buenos días” como respuesta y entonces sigue caminando, satisfecho al confirmar en sólo dos palabras la bonhomía y hospitalidad de los vecinos. Pero cuando no es así, y especialmente cuando el receptor de su saludo le mira de arriba abajo, de esa manera que a Jesús no le gusta nada, porque cree ver indicios de desprecio al peregrino, o quizá al vagabundo (o al drifter, esa palabra que Jesús no conoce, pero que tiene que ver con dejarse ir a la deriva, al antojo de las mareas), suelta, también en voz alta, firme, pero no del todo amistosa…

- Nada. Ni puto caso. Cuánto le costará decir “buenos días”…

Galicia es esta mañana inmensa fuente de ensalada que recorremos por su borde, sobre brumas que se van deshilachando ahí abajo conforme avanza el día. Y poco a poco vamos descendiendo hasta Sarria, punto en el que muchos peregrinos comienzan el camino hacia Santiago (de Compostela), puesto que desde allí tan sólo faltan cien kilómetros para llegar a la plaza del Obradoiro, la distancia mínima que las autoridades de este asunto exigen para conceder al peregrino la Compostela, el documento que certifica la realización del camino.

Llegamos a Sarria muy temprano, hacia las doce y media, antes de que el albergue en el que nos vamos a quedar haya abierto sus puertas. Así que hacemos tiempo en la terraza del bar de enfrente (cerveza y tapa de lacón con queso al sol), al que poco a poco van llegando Massi, Juan y Anna. Y también Matthew, el canadiense, al que la etapa se le ha hecho demasiado corta y por tanto va a seguir camino hasta el siguiente pueblo. Nosotros podríamos hacer lo mismo, doblar una o dos etapas, ahora que son más cortas, para llegar antes a nuestro destino final. Pero lo que buscamos es precisamente lo contrario: lentitud, estirar al máximo los pocos días que nos quedan juntos, caminar sin prisa.

Despacio, compañeros.

Queremos llegar. Pero no queremos llegar.

Reapariciones


Etapa 22: O Cebreiro - Triacastela
Distancia: 21,1 kilómetros
Avituallamiento: Panteras rosas. Castañas del suelo.
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Almost Gothic (Intérprete: Steely Dan)

- ¡Hombre! ¿Qué haces tú por aquí? ¿Qué tal vas?

Quien se dirige a mí de esta manera es Jesús, el alicantino al que habíamos perdido de vista allá por la meseta burgalesa y vimos fugazmente en León y que ha vuelto a materializarse en el albergue de O Cebreiro. Según me cuenta, tuvo un problema en un pie, una tendinitis bastante dolorosa que le obligó a ir más despacio y a parar un día o dos. De otra forma habría sido imposible darle caza. Durante varias jornadas caminó con un portugués también sesentón que finalmente se cansó de tener que ir más despacio por su culpa. Desde entonces ha caminado en solitario y ya estaba empezando a aburrirse.

- Me alegro de veros. Esto de andar solo… Ya había cantado en mi cabeza todas las canciones de la legión…

Parece que lo de reproducir una y otra vez canciones en la cabeza es una constante entre los peregrinos. En cualquier caso, Jesús se une al grupo, que ahora mismo busca desesperadamente un establecimiento en el que desayunar aquí, en la cima de O Cebreiro. Nada. Todos los bares están cerrados. La niebla se ha levantado y la aldea, que amanece en un silencio absoluto, tiene un aire de pueblo fantasma, de decorado para una representación teatral en la que Falstaff se emborracharía de taberna en taberna. O en la que Falstaff aporrearía las puertas de las tabernas cerradas para que le abriesen de una condenada vez y pudiese así emborracharse a gusto.

Por tanto, Jesús, Anna, Juan, Massimiliano, un sevillano en pantalones cortos que pasaba por allí y yo mismo arrancamos la etapa con el estómago vacío. Afortunadamente, tres kilómetros después nos topamos con una pequeña tienda de comestibles que también tiene barra, taburetes y una máquina de café. Mi colazione consiste en un cortado y tres panteras rosas. No suena muy sano, pero, además de estar francamente bueno, me proporciona la gasolina suficiente para subir, varios kilómetros después, una tremebunda cuesta de asfalto que no esperabamos, que no estaba anunciada, que algún hijo de puta ha puesto aquí de madrugada, impune y nocturnamente. Este es el mayor enemigo del peregrino, según hemos descubierto después de tres semanas de caminata: las informaciones incorrectas o la falta de información. Digamos que el cerebro se acomoda a lo que se le dice cada mañana, pero lleva muy mal que eso que se le ha dicho por la mañana resulte no ser del todo cierto. Por ejemplo, le digo a mi cerebro: esta etapa tiene veintinueve kilómetros, los primeros cinco transcurren por una recta interminable al borde de la carretera, pero después entramos en un bosque frondoso lleno de sorpresas tras cada curva. Y si esto es cierto, la etapa es un placer. Pero si resulta que la recta inicial no tiene cinco kilómetros, sino diez… el cerebro se queja y la etapa empieza a hacerse interminable. Esta cuesta no estaba prevista, y como no se la habíamos contado a nuestros cerebros, estos nos castigan con piernas cargadas, molestias articulares y pensamientos oscuros.

Por suerte, al final de la cuesta infame, el mismo hijo de puta que la colocó allí anoche al parecer también decidió abrir un bar con terracita al sol, quizá como modo de compensar al peregrino o de pedirle perdón o simplemente de hacer negocio después de haber provocado en él una sed irrefrenable. Cuando coronamos el Alto do Poio (así se llama el final de la puta cuesta) nos damos de bruces con tres viejos conocidos: Mamá Park, Hijo Park 1 e Hijo Park 2, a los que ya suponía en Santiago (de Compostela), si no en Seúl. Supongo que han debido de parar algún día. Los saludo amigablemente, pero ellos me miran como quien mira llover. ¿Es posible que ya no se acuerden? Por lo visto, lo es… En cualquier caso, los tres vuelven a arrancar ignorándonos con gran elegancia mientras nosotros -excepto Jesús, que se ha prometido a sí mismo no probar una sola gota de alcohol hasta llegar a Santiago (de Compostela), y Anna, que se pide un cafetino con un hermoso trozo de pizza- saboreamos despacio y al sol las cervezas que nos acabamos de pedir.

A partir de ahora todo será bajar hasta Triacastela. Jesús y yo llevamos el mismo ritmo y pronto dejamos al resto atrás, hablando de esto y de aquello y de lo de más allá. “Esto no se cuenta, ¿eh? Esto no se puede contar. Hay que verlo”, repite Jesús cada uno o dos kilómetros, extasiado ante los valles de un verde radiactivo que se abren a nuestros pies y hacia los que descendemos a buen paso, pero sin forzar (las rodillas han empezado ya a quejarse de tanta cuesta abajo).

En la entrada a Triacastela, pueblo idílico y diminuto en el fondo del valle, nos encontramos con un nuevo grupo de coreanos a los que hasta ahora no habíamos visto. Están todos en cuclillas, llenando varias bolsas de plástico con centenares de castañas que han encontrado en el suelo. Su entusiasmo resulta conmovedor. El albergue de la Xunta es en este caso una construcción bastante moderna situada en mitad de una pradera. Pero en su interior, más de lo mismo: literas, duchas y nada más. No hay cocina ni sala común ni nada que se le parezca. Así que pasamos la tarde en el único bar abierto en todo el pueblo, donde para comer me sirven una montaña de huevos fritos guarnecida por otras dos montañas de beicon y patatas fritas. Juan y Jesús tienen aún más hambre que yo y a esas tres montañas añaden otra de lomo a la plancha. Creo que es la primera vez que veo un plato combinado de huevos, patatas, beicon y lomo. Calculo que con uno de esos platos podrían comer bastante bien un par de familias del opus.

Paso la tarde escribiendo en el bar y cuando levanto la cabeza del portátil descubro que ya es de noche y que tengo a Anna enfrente. A saber cuándo habrá llegado y cuánto tiempo llevará allí. Después del almuerzo pantagruélico no tenemos ganas de cena, así que nos vamos a dormir temprano, bajo la superluna de noviembre. La más brillante, dicen, en varias décadas.

Buenas noches.

Galicia, al fin


Etapa 21: Villafranca del Bierzo – O Cebreiro
Distancia: 28,4 kilómetros
Avituallamiento: Pan. Fuet. Castañas que me encuentro a los pies de los castaños.
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Little Walter Rides Again (Intérprete: Scofield, Medeski, Martin & Wood)

A las siete nos despierta un gallo. En ese momento me parece de lo más natural, puesto que es sabido que los gallos cantan a horas intempestivas por las razones que sean, ninguna de las cuales tiene que ver con despertar a sabiendas a los humanos que viven a su alrededor. Lo que sin embargo consiguen. En fin, la cuestión es que un gallo nos despierta temprano por la mañana y a mí me parece de lo más natural, porque no me paro a pensar que no hay gallos en la propiedad ni tampoco, que yo sepa, en los alrededores. Así que me visto, empaco mis cosas y bajo a desayunar a la sala común, donde me doy de bruces con el gallo en cuestión, que en ese preciso momento está diciendo lo siguiente:

El vuelo AF7114 con destino Bangkok está embarcando por puerta 9A”

Andrés, que no muestra síntomas de resaca ni cansancio, se ha levantado en plena forma y remata su anuncio por megafonía aeroportuaria con un nuevo canto del gallo. Y a continuación (como si lo que acaba de ocurrir no hubiese ocurrido o como si fuese achacable a su otro yo, al que Andrés no tiene el gusto de conocer a pesar de que vive en su interior y muchas veces en su exterior), me muestra la mesa del desayuno, que tiene un aspecto imponente, y me invita a tomar asiento y a comer todo lo que quiera. Y eso es exactamente lo que hago, presa del “síndrome del buffet libre” (en fin, no tan libre, hemos pagado la exorbitante cifra de tres euros por cabeza): en la siguiente media hora engullo tres huevos fritos, cinco tostadas con mantequilla y mermelada de fresa, una con mermelada de albaricoque y dos con aceite, una magdalena, cuatro vasos de zumo de naranja artificial, seis cafés cortados y uno solo. Y, maldita sea, olvido llevarme un par de huevos duros para el camino.

Una vez llenado el buche, Juan y yo nos despedimos de Andrés con abrazos, buenos deseos y fotos para la posteridad. Nos lo llevaríamos en la mochila, en la que ya lucen las insignias que nos regaló anoche, pero tiene que quedarse a seguir entreteniendo a peregrinos mucho más allá de lo que el puesto le exige. Buen camino, caballero, allá donde vaya, Dinamarca o Groenlandia, Villafranca o Tombuctú.

La temible etapa de O Cebreiro resulta no ser temible en absoluto. Los primeros veinte kilómetros decepcionan con sus falsos llanos al lado de la carretera general, por cuya cuneta camino peligrosamente durante cuatro o cinco horas, hasta llegar a Las Herrerías, donde paro por fin a descansar y a comerme un bocata de fuet. A la salida del pueblo arranca la ascensión en sí, que durará unos ocho kilómetros. Primero hay que superar una empinada rampa de asfalto y después, ya internados en un bosque de castaños que han dejado caer la mayor parte de sus frutos (que recolecto y me zampo y vuelvo a recolectar y me vuelvo a zampar), otros dos tramos de cierta dureza, pero no tanta ni tan larga como nos habían advertido. El sol pica hoy y la última parte de la subida serpentea a lo largo de senderos elevados y ya despejados de árboles, desde los cuales las vistas quitan el aliento. Las piernas responden mejor que nunca y voy adelantando limpiamente a domingueros resoplantes y sudorosos que me miran como si fuese un ser sobrenatural dotado de pulmones sobrenaturales, rodillas sobrenaturales y talones de aquiles sumamente sobrenaturales. Justo después de pasar junto al mojón que indica la entrada a Galicia, me interno en lo que parece una masa de partículas blanquecinas en suspensión colocada allí por una civilización superior para camuflar una puerta a una dimensión paralela, pero que en realidad no es más que una nube enorme. La temperatura baja de golpe quince grados y el sudor de mi espalda se congela en cuestión de segundos. Bienvenidos a Galicia.

O Cebreiro me recibe escondido en la niebla y apenas puedo atisbar la piedra de las fachadas de un pueblo que parece instalado ahí arriba para uso y disfrute de turistas. El frío es ahora terrible. Los domingueros y sus niños se mueven como espectros entre las tinieblas y ocupan todos los bares, todas las mesas, todos los lugares cálidos disponibles aquí en la cima. Y se comen a gritos todos los pulpos, todos los cachelos, todos los caldos galegos, todas las empanadas. Todo esto no tendría mayor importancia si el albergue de la Xunta en el que nos vamos a quedar dispusiese de una cocina o al menos de una chimenea, de una sala cálida y acogedora en la que poder pasar la tarde. Pero tan sólo es un enorme hangar con literas dentro y peregrinos que deambulan por sus pasillos en busca de algo que no van a encontrar. Yo soy uno de ellos. Salgo y entro, entro y salgo del albergue, me mojo bajo la ventisca de aguanieve que ha empezado a descargar, me muero de frío, me aburro, vuelvo a entrar, vuelvo a salir, busco a Anna y a Juan, no los encuentro,vuelvo a salir, entro a un bar en el que no hay sitio y no lo habrá hasta dentro de un par de horas. Paciencia.

Dos horas después los domingueros se han subido a sus coches (porque de esa despreciable manera han ascendido a O Cebreiro los condenados) y se han marchado y por fin tenemos una mesa libre en un pequeño restaurante donde Anna, Juan y yo (después se nos unirán Debora y Andrés) degustamos nuestro primer pulpo a feira, con caldo, lacón y tarta de Santiago de postre. Nos hemos ganado nuestra primera cena gallega. Como también nos hemos ganado el descanso de hoy, porque finalmente parece que las piernas se han dado cuenta de lo que ha pasado por la mañana. Así que pagamos, salimos y nos deslizamos entre la niebla, que pronto se convierte en sábanas, y casi sin querer nos quedamos dormidos.

Una noche en VIllafranca del Bierzo


Etapa 20: Ponferrada – Villafranca del Bierzo
Distancia: 24,1 kilómetros
Avituallamiento: Pan. Caballa
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Synchronicity II (Intérprete: The Police)

- ¿Un cafetino de la machinetta?

A eso de las siete y media Anna entra en la habitación con una bandeja en la que viajan cuatro vasitos de plástico con otros tantos cafés. A estas alturas ya sabe cómo nos gusta a cada uno, así que ni siquiera ha tenido que preguntar. Y a saber de dónde ha sacado la bandeja. Adoro a esta italiana.

La etapa transcurre en su mayor parte bajo una lluvia fina y entre arboledas y viñedos que todavía exhiben los colores del otoño. Caminamos los cinco juntos la mayor parte del tiempo, pero Fabio ya ha anunciado que quiere ir más deprisa, doblar alguna etapa para llegar a Santiago (de Compostela) un día antes y tener así algo más de tiempo para visitar la ciudad. A lo largo del día acelerará, le perderemos el rastro y ya no le volveremos a ver.

Cuando llego a Cacabelos decido que podría mudarme a El Bierzo simplemente por el pan, por el olor a buen pan que impregna todos los pueblos y que acaba de obligarme a parar en una pequeña tahona en la que me compro media barra de gloria bendita, recia, crujiente y tostada que más tarde rellenaré con unos filetes de caballa si supero la tentación de comérmela antes.

Llego a Villafranca del Bierzo pronto, antes de las dos de la tarde. E inmediatamente sospecho que este no va a ser un día cualquiera. A estas alturas ya me he dado cuenta de que, por lo general, la razón de que un día cualquiera se convierta en uno extraordinario suele ser un hospitalero. Y el que me recibe en el albergue Ave Fénix de Villafranca del Bierzo, (tocado con un sombrero de fieltro verde con publicidad de cerveza Paulaner, rematado con una pluma) está a cien mil kilómetros de lo que podríamos considerar un ser humano convencional. La primera impresión (algo en su cara, en su forma de moverse) me indica que se trata de un niño de sesenta años. De momento nos sentamos a la mesa del salón común a cumplir el trámite de sellar la credencial y rellenar mis datos en el libro de la casa.

- ¿De dónde saliste?
- De Pamplona.
- ¿Fecha de nacimiento?
- 30 de septiembre del 71.
- ¿En serio?
- Si… ¿por qué?
- Mi cuñado nació ese mismo día.
- ¿El 30 de septiembre?
- No. El 30 de septiembre de 1971.
- No jodas. ¿En serio?
- Te lo juro.

Un escalofrío me recorre el cuerpo y comento la coincidencia con todos los que en ese momento están a mi alrededor. Después Andrés (así se llama el hospitalero) me acompaña la habitación, en la que, como de costumbre, hay unas treinta o cuarenta literas. Extiendo mi saco encima de la que me corresponde, saco mi toalla y mi bolsa de aseo y voy a darme una ducha. Una vez limpio y perfumado, bajo al patio de la casa y me tomo una cerveza con Juan, que acaba de llegar y de rellenar su propia ficha.

- ¿Sabes? Resulta que el cuñado de Andrés nació el mismo día del mismo mes del mismo año que yo. El 30 de septiembre del 71. ¿Te lo puedes creer?
- ¿Su cuñado? ¿Eso te ha dicho?
- Sí
- Bueno… a mí me ha dicho que su cuñado tiene exactamente los mismos dos apellidos que yo…

Nos echamos a reír, pero no mucho, porque Andrés ha terminado con la recepción de todos los mochileros y ahora se acerca para hablar un rato con nosotros. La conversación gira alrededor de la procedencia de los peregrinos que ahora mismo caminan hacia Santiago (de Compostela). Juan y yo comentamos que el ochenta por ciento del aforo en las carreteras está ocupado por italianos y coreanos. Andrés se apresura a replicar:

- También hay mucha gente de Groenlandia…
- ¿Qué?
- Mucha. Por aquí ha pasado mucha gente de Groenlandia.
- Nosotros no hemos visto a nadie…
- A montones. De Groenlandia. Yo he estado allí varias veces.

Juan y yo nos miramos desde nuestros respectivos rabillos del ojo.

- ¿Has estado en Groenlandia varias veces?
- Sí. Mi cuñado es militar y está destinado allí y suelo ir a visitarle.
- Tu cuñado… ya.
- Yo vivo en Dinamarca, así que desde allí cojo un avión a Islandia y desde Islandia un helicóptero militar a Groenlandia. Una vez me ofrecieron una cerveza estando en el helicóptero… pero yo iba agarrado de pies y manos a todo lo que podía.
- ¿De verdad has estado allí?
- Sí. Y si una cosa os puedo decir es que hay que tener cuidado con los esquimales, porque cuando juegas con ellos te pegan a base de bien.
- ¿Te pegan?
- Sí. Son así. Y también habréis oído que prestan a sus mujeres a todo el que le apetezca.
- Bueno… he visto Los dientes del diablo, la película...
- ¿Pero sabéis por qué?
- Pues no…
- Porque todas sus mujeres son ninfómanas y ellos no dan abasto…

Se aleja de nosotros con una sonrisa que quiere ser maligna, pero se queda en inocente y entrañable. Por supuesto, no hemos creído una sola palabra de lo que ha dicho, pero a quién le importa. Ahora mismo no podemos parar de reír.

A la hora de la cena, Andrés toca con gran entusiasmo una campana para convocar a todos los peregrinos a la mesa. Pronto descubrimos que es un maestro de los ruidos: cada vez que abre una puerta, reproduce a la perfección el crujido de una bisagra oxidada. O, sin venir a cuento, en mitad de una frase, junta las manos ante la boca e imita la megafonía de un aeropuerto.

Además de Juan, Massimiliano, Anna y yo, asisten a la cena comunal, entre otros, Matthew el canadiense, una chica italiana y una coreana que siempre van juntas y cuyos nombres nunca recuerdo, Andrés, colombiano que vive en Londres y habla inglés con un acento británico sorprendentemente depurado, y su amiga Debora, brasileña que vive en Francia y que hasta ahora no ha abierto la boca porque ha hecho voto de silencio durante una semana (algo que explica mostrando un pequeño texto que ha escrito en la palma de su mano). Además, hay una extraña mujer (sus sonrisas dan paso a una expresión de profunda depresión que vuelve a dejar paso a una sonrisa que vuelve a desvanecerse y así sucesivamente) de unos cuarenta años que llegó caminando al Ave Fénix hace un par de días y decidió quedarse a descansar y de paso ayudar en las tareas del albergue. Todos compartimos mesa y mantel con Andrés, Ángel (otro hospitalero voluntario no del todo en sus cabales) y Jesús, dueño y cocinero de la casa, que tendrá unos setenta años y pasea su terrible mal humor por la sala tocado con una boina roja de requeté. Su rostro es una mezcla perfecta entre el de Ramón Barea y el de Jean Rochefort. Tanto Andrés como Ángel se dirigen a él como “maestro”, lo que resulta algo inquietante.

- A VER, SENTARSE TODOS. AHÍ, EN LA CABECERA, LOS VEGETARIANOS. Y EN EL OTRO LADO LOS DEMÁS. ESTO ES UNA MIERDA, ASÍ QUE HAY QUE PONERLO DONDE SE PONE LA MIERDA.

Esto último lo dice Jesús tras agarrar de un zarpazo un cigarrillo que Massimiliano se acababa de liar y tirarlo a la basura con una agilidad impropia de su edad. La cara de Massi es un poema, no sé si indignado, aterrorizado o ambos.

Además de haber hecho voto de silencio, Debora es vegana (o, como Andrés dice, “genoveva”, a saber por qué), lo que provoca las mofas y befas de todo el staff del establecimiento:

Jesús: “Con este plato te voy a hacer hablar”
Ángel: “Para los veganos no hay vino… porque usamos cabras muertas para curarlo”.
Andrés: “El vuelo D37 con destino Amsterdam está a punto de embarcar por puerta 13”

Afortunadamente, Debora se limita a partirse de risa.

La cena es, con diferencia, la mejor que hemos tomado en todo el camino. A pesar de estar lejos de cocinar con amor (yo diría que lo hace con odio, con litros de odio), Jesús es un cocinero maravilloso. Las lentejas que nos hemos comido esta noche son sin la menor duda las mejores que he probado en mi vida. Los otros dos potajes que nos ha servido tampoco se quedaban cortos. Todos hemos repetido varias veces (por mi parte, cuatro platos de lentejas y otros dos de las otras sopas, además de san jacobo y postre) y quizá los demás también han pensado (como yo), al observar la contradicción entre lo excelso de los platos y el carácter iracundo y casi terrorífico del ogro que los cocinó, que el objeto de la cena era cebarnos con el fin de utilizarnos como materia prima para las cenas de la noche siguiente… Quién sabe de qué estaría hecho el caldo de las lentejas, tan extrañamente sabroso, tan fuera de este mundo, tan sustancioso...

Después de la cena, Juan y yo fumamos un cigarillo con Andrés, quien, simplemente, no puede parar de contar chistes. Tiene uno para cada ocasión y los suelta de forma compulsiva.

- ¿Sabéis por qué las monjas no llevan sandalias?
- No.
- Porque son muy devotas…

Ni Juan ni yo somos grandes amantes de los chistes… pero este tipo realmente podría ganarse la vida como cómico.

- Estás en mitad de un desierto y sólo tienes un casco y una naranja. ¿Cómo saldrías de allí?
- Ni idea.
- Muy sencillo. La naranja tiene vitaminas. Tiras la vita y coges las minas. Las haces explotar y causas un terremoto. Tiras el terre y coges la moto. Te pones el casco y te largas de allí.

A estas alturas el ataque de risa es imparable. A Andrés le encantaría seguir con el show, pero es sábado y quiere irse a tomar un par de cervezas y a jugar al billar en un bar cercano. Queda media hora para el “toque de queda” habitual en los albergues, pero Juan tiene una intuición:

- ¿Aquí cuándo se cierra la puerta?
- Cuando yo vuelva. Tengo las llaves, jaja. ¿Por qué? ¿Queréis venir conmigo?

Juan y yo nos miramos. Por primera vez en todo el camino vamos a salir por la noche. Sin límite de hora. Y acompañados por alguien que está maravillosamente zumbado. Aceptamos, cogemos nuestros abrigos y salimos del albergue. Durante unos minutos caminamos por las calles de Villafranca del Bierzo mientras Andrés abandona por un momento su faceta de stand-up comedian para explicarnos la historia de algunos edificios y calles. En la plaza del pueblo hay un viejo teatro que llama mi atención.

- ¿Y ese teatro, Andrés? ¿Todavía funciona?
- ¿Ese teatro? Ah, sí. Ese teatro lo fundó Ortega Cano.
- ¿El torero?
- Sí, el mismo. Ortega Cano. Es el propietario. Y su socio es Farruquito.
- ¿El bailaor?
- Exactamente. Se llama Teatro Pello…

Todo esto lo cuenta con la máxima seriedad, en el mismo tono en el que estaba relatando la historia de la ciudad, así que la última frase, que ninguno de los dos esperábamos, nos provoca, tras la estupefacción inicial, un ataque de risa que nos acompaña hasta que llegamos al bar en cuestión.

Y el bar en cuestión no son los billares a los que Andrés quería ir, sino un local austero, con una barra muy larga, que por algún motivo atrae su atención. Al entrar, descubrimos por qué: hay un grupo de música tradicional gallega a punto de hacer sonar sus gaitas, tambores y panderos. Andrés nos invita a la primera ronda y a Juan se le iluminan los ojos cuando los gaiteros empiezan a soplar:

- Hicimos mal en venir aquí…

Con lo que, por supuesto, quiere decir que hicimos muy bien en venir aquí, a pesar de que la etapa de mañana incluye la ascensión a O Cebrerio. Le digo que se anime, que pida permiso al grupo para tocar con ellos. Sé que se está muriendo por hacerlo, pero se resiste.

- Bah… no. No creo que…
- Que sí. Seguro que te dejan…

Finalmente se rinde, se acerca a los músicos y habla con ellos un rato. Desde la barra (sobre la que hay tapas gratis a base de anchoas y queso, castañas asadas y jamón con el glorioso pan de la zona) los veo conferenciar. Uno de ellos se desprende de su tambor y se lo entrega a Juan con una sonrisa. Durante la hora siguiente, Andrés y yo comprobamos que Juan no mentía cuando hablaba de su pasado en grupos tradicionales. Su técnica es fantástica y se integra en el grupo como si hubiese tocado con ellos toda la vida. Andrés no para de hacer fotos y de grabar varios vídeos con su teléfono. La algarabía del bar crece al ritmo de la música, nota a nota, y una vez más (y ya van unas cuantas en este viaje) siento que es exactamente aquí donde quiero y donde debo estar. Terminado el concierto, los miembros de la banda aplauden a Juan y se hacen fotos con él. Yo también me dejo las manos y finalmente abrazo a este gallego que se está convirtiendo para mí en una especie de hermano menor. Y no puedo dejar de pensar en que Anna y Massi se lo han perdido. Todavía nos tomaremos dos o tres cervezas más (y comprobaremos que Andrés realmente vive en Dinamarca, donde tiene a su familia, hijas incluidas) antes de volver al albergue y deslizarnos con el mayor sigilo en nuestras literas. Y justo antes, a eso de la una y media, Andrés correrá a su habitación para obsequiarnos con un par de insignias metálicas del albergue. Pero somos nosotros quienes deberíamos obsequiarle por esta noche fantástica y surreal que difícilmente podremos olvidar.

Gracias, Andrés. Ha sido un auténtico placer. Buenas noches.