Élites e intrusos


Etapa 25: Portomarín – Palas de Rei
Distancia: 25 kilómetros
Avituallamiento: Castañas
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Little Honda (Intérprete: Toconos)

Al parecer, hay quien viene al camino a desahogarse por vía oral. Por ejemplo:

- A este le han comprado una Play y una moto. ¿Te lo puedes creer? Qué desastre.
- No, si yo ya estuve hablando con sus padres…
- Se lo digo a Begoña constantemente. Este crío no tiene remedio y algo hay que hacer. Yo no puedo hacer más.

Quienes así conversan son dos profesores de instituto de unos cincuenta años (a los que por abreviar llamaremos Profesores Gómez) que caminan cien o doscientos metros por detrás de nosotros (Juan, Jesús y yo, que hemos empezado juntos la etapa después de tomar un café y un bollo nada fresco servidos por una camarera que odia su trabajo en el único bar abierto a estas horas en Portomarín). Y si somos capaces de escucharles y de deducir que son profesores, a pesar de la distancia que nos separa, no es sólo porque prácticamente no hay ruido alrededor, sino porque los dos colegas hablan a gritos, como si el volumen excesivo formase parte de una terapia experimental destinada a aliviar el estrés laboral, que por lo que (involuntariamente) oigo es tremebundo en este caso.

- En cambio al otro le mandaron en verano a una academia y en septiembre lo sacó todo y con nota. Y este año, ni te lo imaginas. Es increíble lo que ha mejorado.
- Y el otro con la Play.
- Y la moto.
- Hay que hablar con Begoña cuanto antes.

Al principio siento compasión por sus alumnos (incluso por Begoña, sea esta quien sea), porque de esta charla deduzco que ambos maestros, al igual que la camarera de esta mañana, odian su trabajo en todos sus pormenores y sin duda son incapaces de contagiar el menor entusiasmo en sus estudiantes, cualquiera que sea la asignatura que impartan. Pero después, conforme su conversación va avanzando, me resulta imposible no simpatizar un tanto así. Porque no se permiten ni un segundo de silencio. Y sospecho que quizá en otro tiempo sintieron la llamada de la vocación. Las quejas de Profesor Gómez 1 pisan las de Profesor Gómez 2, los lamentos del uno solapan con los gimoteos del otro. Todo es tan excesivo que nos inspira cosas como:

- Estos van a acabar con ampollas en la lengua.
- Y tendinitis en las cuerdas vocales.

Durante las dos primeras horas de esta etapa sus voces se convierten en trasfondo sonoro de nuestra mañana. Simplemente no pueden parar de hablar, de desgranar una por una las razones de su desazón. Invadidos por sus palabras, no tenemos más remedio que hablar de nuestras propias experiencias con los profesores del colegio, de lo terriblemente malos que eran (excepto uno o a lo sumo dos, decimos), de lo complicado que debe de ser ese oficio en la era de los smart phones la hiperconectividad en tiempo real y las redes sociales de los cojones. De pronto experimento una oleada de felicidad, un bienestar supremo que no estaba ahí cuando me he despertado en mi litera esta mañana: no soy profesor de instituto. Durante unos minutos me permito paladear esta nueva consciencia de mi condición de “no profesor de instituto”, de mi pertenencia a esa élite que no tiene que madrugar cada día para encerrarse en un aula con treinta y tantos hijos de puta de catorce años.

- Pero no me escucha, Begoña. No me escucha. Y empiezo a desesperarme, joder.
- Ese crío es un cabrón. Lo mires por donde lo mires.

También pertenecemos a otra élite, Juan, Jesús y yo. Y esto no lo he comentado con ellos, pero sé que en un momento u otro todos hemos experimentado esta sensación, que llamaremos de superioridad. Superioridad de quienes, como nosotros, caminan todos los días, sin descanso, durante cuatro semanas, sobre los peregrinos de fin de semana o de puente. Digamos que esta sensación es tan brutalmente injusta que uno, casi inconscientemente, tilda de “intrusos” a estos otros peregrinos que (como los Profesores Gómez, pobrecillos) no pueden permitirse treinta días libres para completar el camino como Santiago (de Compostela) manda. Intrusos, domingueros, aficionados, seres inferiores, despreciables y abominables. Escupiríamos sobre ellos ahora mismo, gentuza. Esas botas recién estrenadas que sin duda les van a destrozar los pies en menos de un par de horas. Ese cortavientos de alta gama en el que no hay una sola mota de polvo. Esos pantalones de travesía que no huelen a albergue, que no apestan a anciano con síndrome de Diógenes por no haberlos lavado en veinte días, que no llevan encima un kilo de mugre extra. Esa falta de arrugas bronceadas alrededor de los ojos. Esas barbillas primorosamente afeitadas. Esa narrativa interrumpida, esa falta de continuidad en el relato interno del camino. Esas ampollas de principiante. Esa tendinitis de novato. Ah, ignorantes, perros, escoria.

Y así, despreciando en silencio y siendo vergonzosamente injusto, llego a Palas de Rei.

Un día más. Un día menos.


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