Reapariciones


Etapa 22: O Cebreiro - Triacastela
Distancia: 21,1 kilómetros
Avituallamiento: Panteras rosas. Castañas del suelo.
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Almost Gothic (Intérprete: Steely Dan)

- ¡Hombre! ¿Qué haces tú por aquí? ¿Qué tal vas?

Quien se dirige a mí de esta manera es Jesús, el alicantino al que habíamos perdido de vista allá por la meseta burgalesa y vimos fugazmente en León y que ha vuelto a materializarse en el albergue de O Cebreiro. Según me cuenta, tuvo un problema en un pie, una tendinitis bastante dolorosa que le obligó a ir más despacio y a parar un día o dos. De otra forma habría sido imposible darle caza. Durante varias jornadas caminó con un portugués también sesentón que finalmente se cansó de tener que ir más despacio por su culpa. Desde entonces ha caminado en solitario y ya estaba empezando a aburrirse.

- Me alegro de veros. Esto de andar solo… Ya había cantado en mi cabeza todas las canciones de la legión…

Parece que lo de reproducir una y otra vez canciones en la cabeza es una constante entre los peregrinos. En cualquier caso, Jesús se une al grupo, que ahora mismo busca desesperadamente un establecimiento en el que desayunar aquí, en la cima de O Cebreiro. Nada. Todos los bares están cerrados. La niebla se ha levantado y la aldea, que amanece en un silencio absoluto, tiene un aire de pueblo fantasma, de decorado para una representación teatral en la que Falstaff se emborracharía de taberna en taberna. O en la que Falstaff aporrearía las puertas de las tabernas cerradas para que le abriesen de una condenada vez y pudiese así emborracharse a gusto.

Por tanto, Jesús, Anna, Juan, Massimiliano, un sevillano en pantalones cortos que pasaba por allí y yo mismo arrancamos la etapa con el estómago vacío. Afortunadamente, tres kilómetros después nos topamos con una pequeña tienda de comestibles que también tiene barra, taburetes y una máquina de café. Mi colazione consiste en un cortado y tres panteras rosas. No suena muy sano, pero, además de estar francamente bueno, me proporciona la gasolina suficiente para subir, varios kilómetros después, una tremebunda cuesta de asfalto que no esperabamos, que no estaba anunciada, que algún hijo de puta ha puesto aquí de madrugada, impune y nocturnamente. Este es el mayor enemigo del peregrino, según hemos descubierto después de tres semanas de caminata: las informaciones incorrectas o la falta de información. Digamos que el cerebro se acomoda a lo que se le dice cada mañana, pero lleva muy mal que eso que se le ha dicho por la mañana resulte no ser del todo cierto. Por ejemplo, le digo a mi cerebro: esta etapa tiene veintinueve kilómetros, los primeros cinco transcurren por una recta interminable al borde de la carretera, pero después entramos en un bosque frondoso lleno de sorpresas tras cada curva. Y si esto es cierto, la etapa es un placer. Pero si resulta que la recta inicial no tiene cinco kilómetros, sino diez… el cerebro se queja y la etapa empieza a hacerse interminable. Esta cuesta no estaba prevista, y como no se la habíamos contado a nuestros cerebros, estos nos castigan con piernas cargadas, molestias articulares y pensamientos oscuros.

Por suerte, al final de la cuesta infame, el mismo hijo de puta que la colocó allí anoche al parecer también decidió abrir un bar con terracita al sol, quizá como modo de compensar al peregrino o de pedirle perdón o simplemente de hacer negocio después de haber provocado en él una sed irrefrenable. Cuando coronamos el Alto do Poio (así se llama el final de la puta cuesta) nos damos de bruces con tres viejos conocidos: Mamá Park, Hijo Park 1 e Hijo Park 2, a los que ya suponía en Santiago (de Compostela), si no en Seúl. Supongo que han debido de parar algún día. Los saludo amigablemente, pero ellos me miran como quien mira llover. ¿Es posible que ya no se acuerden? Por lo visto, lo es… En cualquier caso, los tres vuelven a arrancar ignorándonos con gran elegancia mientras nosotros -excepto Jesús, que se ha prometido a sí mismo no probar una sola gota de alcohol hasta llegar a Santiago (de Compostela), y Anna, que se pide un cafetino con un hermoso trozo de pizza- saboreamos despacio y al sol las cervezas que nos acabamos de pedir.

A partir de ahora todo será bajar hasta Triacastela. Jesús y yo llevamos el mismo ritmo y pronto dejamos al resto atrás, hablando de esto y de aquello y de lo de más allá. “Esto no se cuenta, ¿eh? Esto no se puede contar. Hay que verlo”, repite Jesús cada uno o dos kilómetros, extasiado ante los valles de un verde radiactivo que se abren a nuestros pies y hacia los que descendemos a buen paso, pero sin forzar (las rodillas han empezado ya a quejarse de tanta cuesta abajo).

En la entrada a Triacastela, pueblo idílico y diminuto en el fondo del valle, nos encontramos con un nuevo grupo de coreanos a los que hasta ahora no habíamos visto. Están todos en cuclillas, llenando varias bolsas de plástico con centenares de castañas que han encontrado en el suelo. Su entusiasmo resulta conmovedor. El albergue de la Xunta es en este caso una construcción bastante moderna situada en mitad de una pradera. Pero en su interior, más de lo mismo: literas, duchas y nada más. No hay cocina ni sala común ni nada que se le parezca. Así que pasamos la tarde en el único bar abierto en todo el pueblo, donde para comer me sirven una montaña de huevos fritos guarnecida por otras dos montañas de beicon y patatas fritas. Juan y Jesús tienen aún más hambre que yo y a esas tres montañas añaden otra de lomo a la plancha. Creo que es la primera vez que veo un plato combinado de huevos, patatas, beicon y lomo. Calculo que con uno de esos platos podrían comer bastante bien un par de familias del opus.

Paso la tarde escribiendo en el bar y cuando levanto la cabeza del portátil descubro que ya es de noche y que tengo a Anna enfrente. A saber cuándo habrá llegado y cuánto tiempo llevará allí. Después del almuerzo pantagruélico no tenemos ganas de cena, así que nos vamos a dormir temprano, bajo la superluna de noviembre. La más brillante, dicen, en varias décadas.

Buenas noches.

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