Cosas de comer. Cosas de beber


Etapa 26: Palas de Rei – Arzúa
Distancia: 28,8 kilómetros
Avituallamiento: Bocadillo monstruoso de beicon y queso
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Coffee and TV (Intérprete: Blur)

Encaramos la etapa reina de Galicia habiéndole advertido a nuestro cerebro de que las piernas y el ánimo van a sentir los casi veintinueve kilómetros de esta jornada de rampas “rompepiernas” como si fuesen cuarenta en llano. Al menos eso es lo que hemos leído. También hemos leído que no debemos preocuparnos: hay bares y otros puestos de avituallamiento prácticamente cada dos kilómetros.

La primera información se acerca bastante a la realidad. La etapa, que los cinco (Massi, Anna, Jesús, Juan y yo) recorremos en su mayor parte bajo una lluvia fina, no nos da demasiada tregua. Apenas hay tramos llanos, pero todos caminamos a buen ritmo, concentrados y en silencio, atravesando esta continuidad verde de bosques maravillosos que es Galicia por estos pagos. Las dos etapas que tenemos por delante van a ser muy cortas y sencillas, prácticamente un regalo para los peregrinos que se han portado bien, así que queremos disfrutar al máximo de estos últimos kilómetros duros del camino, confirmar, todavía con sorpresa y encantamiento, que las piernas se han vuelto de acero, que se han hecho inoxidables, irrompibles, incansables, feroces.

La segunda no resulta ser del todo cierta. Hacemos una primera parada para un café un par de horas después de empezar. Hablamos, bromeamos, nos reímos. Comentamos lo bien que vamos todos, caminando casi en paralelo hoy, como si no quisiésemos perdernos de vista, como si ya hubiésemos empezado a echarnos de menos. Nuestro plan es tomarnos nuestro tiempo para cubrir la jornada, dividirla en tres partes de unos nueve kilómetros, parar siempre que nos apetezca. No tenemos ninguna prisa, más bien todo lo contrario. Pero el camino no nos permite esos placeres. Uno tras otro, entramos en pueblos en principio “dotados de todos los servicios”, pero que han echado la persiana por fin de temporada jacobea. Melide, la villa teóricamente de mayor enjundia de la zona, está cerrada a cal y canto. El hambre aprieta, la lluvia arrecia y Jesús y yo apremiamos el paso, adelantándonos un poco con respecto al grupo. En Boerte, más de lo mismo: persianas, cerrojos, candados, vuelvan ustedes otro día, pero no antes de primavera. Un momento, ahí, justo al lado de la carretera, hay un bar. Jesús se adelanta y le echa un vistazo desde fuera.

- No. También está cerrado. Voy a preguntar por ahí.

Jesús se interna en las callejas del pueblo y le pierdo de vista. Pero por mi parte no estoy del todo seguro de que ese bar esté cerrado. Una luz, mortecina sin duda pero luz, asoma por su ventana. Por si acaso, empujo la puerta, que contra pronóstico cede a la presión de mi mano. En su interior, en una penumbra desoladora, algunas moscas y una camarera que preferiría estar en otro sitio. También dos parroquianos sentados en sendos taburetes, acodados y encorvados sobre la barra, todo espalda, como si quisieran ocultar al mundo (o incluso a sí mismos) el hecho de que están allí, como si les avergonzase no tener otro lugar mejor en el que pasar el rato. Sobre todos ellos, decenas, cientos de gorras colgadas del techo, gorras de béisbol y de publicidad de cualquier cosa que penden cubiertas de polvo y mugre. Alguien debió de considerar hace mucho tiempo que esto era una buena idea. No hay música. El silencio es total.  No hay nada mejor y quizá no lo haya hasta que lleguemos a Arzúa, así que pido una cerveza. ¿Hay algo de picar?

- No. Aquí no hay de picar. Nada. Quizá en Castañeda. A dos kilómetros. Aquí no hay nada.

Y ese “aquí no hay nada” suena como si realmente aquí no hubiese nada. No sólo de comer. Simplemente, nada. De todas maneras, aviso a Juan y Anna por teléfono de que estoy parado aquí, aunque “no hay nada”. A Juan le parece bien que no haya nada, siempre que al menos haya cerveza. Los dos llegan poco después y nos tomamos esa cerveza y fumamos en una de las mesas que hay fuera, donde hace mucho frío y llueve, pero al menos no hay gorras tristes colgadas del techo. La cerveza me enfría y me destempla más de lo que estaba. Afortunadamente, suena el teléfono. Es Jesús, que ante el vacío hostelero ha decidido adelantarse por su cuenta.

- Estoy en Castañeda. Hay un sitio abierto. Bocadillos. Buenos.

Acabamos la cerveza de un trago y volvemos al camino a la carrera, escuchando cómo nuestros pasos resuenan en las paredes de nuestros estómagos vacíos. Llegamos unos cuarenta minutos después a Castañeda, donde Massi, que iba por delante, y Jesús ya están terminando de relamerse, y pedimos tres bocadillos. Lo que el dueño del establecimiento nos trae a cambio de un puñado pequeño de monedas está mucho más allá de lo que ninguno de los tres habría podido soñar. Tres montañas de comida entre dos rebanadas de pan glorioso, los bocadillos más grandes que jamás hayamos visto. Así funcionan en el camino las leyes de la compensación. El ánimo se nos calienta justo cuando empieza a llover a mares ahí fuera. Pero estamos satisfechos y contentos y empezamos a tener ganas de celebrar, así que nos ponemos todo nuestro equipamiento impermeable y encaramos los últimos kilómetros de la etapa.

En Arzúa sigue lloviendo mientras nos duchamos en el albergue de la Xunta. Sigue lloviendo, pero hay un bar a cinco pasos (literalmente) de la puerta del albergue. Y en el bar hay cerveza y también Cardhu, así que propongo una sesión de lo que mi amigo el dibujante Ganuza y yo llamamos Baltimore. Bebemos peligrosamente porque sentimos que nos lo merecemos y que ya es hora, que aún quedan dos etapas pero ya es hora de calentarnos el alma un poco más de lo que una simple cerveza conseguiría. Y así, durante varias horas en las que ignoramos las virtudes que el pueblo tiene más allá de las que ofrece este bar pequeño, hablamos mucho y recordamos cosas que pasaron hace una o dos semanas y nos reímos y nos emocionamos y la cerveza y el whisky nos hacen transitar por territorios insospechados y sin cartografiar en los que todo es posible, y a la tertulia y a las risas y las emociones se van uniendo Debora y Andrés y un par de peregrinos catalanes que pasaban por allí. La noche se va imponiendo y nos la bebemos a tragos pequeños, saboreando cada sorbo. Y decimos muchas cosas que quizá no esperábamos decir y que al día siguiente habremos olvidado. O quizá no del todo. 

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