Telón


Etapa 28: O Pedrouzo – Santiago (de Compostela)
Distancia: 20 kilómetros
Avituallamiento: Cerveza
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Miña terra galega (Intérprete: Siniestro Total)

- ¿Dónde está la parada de autobús más cercana?
- ¿Cuál es el número de los taxis aquí?
- ¿Alguien tiene a mano una canoa?

Desde la puerta del albergue, en la que todos nos apiñamos, ahora mismo casi no se ve la calle. El agua cae en cortinas de una densidad que los ojos apenas pueden perforar. Las caras hablan de sueño, de desencanto y de impaciencia. Hace ya un buen rato que hemos empacado nuestras cosas, las mochilas se apilan en la recepción y estamos deseando empezar la última etapa, pero por ahora nadie se atreve a salir. Juan consulta el pronóstico del tiempo en su móvil. Al parecer, la cosa empezará a mejorar a las nueve. Falta todavía un buen rato, así que decidimos envolvernos en toda nuestra equipación impermeable y correr unos cien metros hasta la cafetería más cercana. Desayunamos despacio, tostadas grandes, huevos, varios cafés, croissants a la plancha con mantequilla y mermelada. Hojeamos los periódicos y los suplementos dominicales y hablamos de fútbol sin perder nunca de vista la lluvia a través de los ventanales. A las nueve menos cinco el estruendo de las gotas contra el asfalto y los cristales empieza a remitir un poco. Es el momento. Vamos allá.

- Miña terra galega, donde el cielo es siempre gris...

No tenemos prisa. No queremos tenerla. La intención es caminar despacio, saboreando estos últimos tramos del viaje. Sin embargo, recorremos los primeros siete kilómetros, más de un tercio de etapa, en una hora. Quizá ha sido la lluvia, quizá las ganas de vernos ya frente a la catedral. En cualquier caso, vamos demasiado deprisa y, ahora que somos conscientes de ello y que la lluvia ha parado, decidimos bajar el ritmo. Hoy somos Jesús, Juan, Anna y yo. Massi desaparece pronto: quiere llegar en solitario.

La etapa parece querer funcionar como un sumario de lo que han sido las últimas cuatro semanas: hay tramos de bosque, robles y castaños, hay repechos duros y bajadas, también hay rectas interminables como las que pusieron a prueba nuestra paciencia en la meseta castellana. De pronto nos topamos con un letrero que a pesar del tiempo que hemos pasado en la ruta se antoja irreal: SANTIAGO 11. Recuerdo ahora el día que salí de casa de mi madre como quien sale a comprar el pan, hace veintiocho días. Recuerdo los primeros carteles, que me alertaban de que Santiago (de Compostela) estaba a más de 700 kilómetros, de que el ladrillo era quizá demasiado denso como para pensar siquiera en ablandarlo. Recuerdo el escepticismo inicial, las rampas del Perdón y la primera noche en Puente la Reina. Recuerdo a las Gemelas Gilipollas y a Joe, a Vitor y a Rob, a Francis, a la familia Park, a Andrés el hospitalero y a Irene. Recuerdo la noche en Logroño con mis amigos. Todo queda muy lejos, a una distancia que ahora parece de meses, de años. Pequeños pasos, uno detrás de otro, miles de pequeños pasos insignificantes nos han traído hasta aquí, pero al mirar atrás resulta complicado suspender la incredulidad.

Hacemos una primera parada en un bar donde nos tomamos una cerveza y tratamos de precisar el día, la etapa en la que todos nos conocimos, en la que hablamos por primera vez. ¿Fue en Belorado? ¿En Nájera? No está del todo claro. Fue hace mucho tiempo en todo caso, y estas amistades que empezaron a forjarse a base de saludos imprecisos, de frases sueltas aquí y allá, en pausas en mitad de ninguna parte, son ya viejas y profundas y las queremos eternas y ya nos estamos prometiendo visitas los unos a los otros, allá donde estemos.

Antes de llegar al Monte do Gozo paramos en un claro abierto en una arboleda junto a un riachuelo donde, colgados de las ramas, apoyados en los troncos y en las rocas o simplemente desperdigados por el suelo hay bastones, camisetas, bragas, collares, conchas, impermeables, botas con las suelas destrozadas, chanclas, guías de viaje, cartas, fotografías, gafas de sol, guantes…. Un auténtico santuario que ha ido creándose a partir de las ofrendas de cientos de peregrinos a lo largo del tiempo. Todos dejamos algo. Anna se desprende de uno de sus bastones. Yo rebusco en mis bolsillos, pero no encuentro nada valioso que dejar y tampoco es cuestión de desnudarse en un día como este. Así que escribo una pequeña nota y la cuelgo de una pinza en un cordel junto a un tanga.

El Monte do Gozo se hace esperar. Cuando por fin lo alcanzamos paramos allí lo justo para hacernos unas fotos (el viento es fuerte ahí arriba) y contemplar por primera vez desde la distancia la ciudad de Santiago (de Compostela). Descendemos hacia ella en paralelo y justo antes de entrar nos topamos con un tumulto de turistas japoneses que se giran para hacernos fotos, puesto que al parecer somos seres de interés turístico, animales extraños, polvorientos y malolientes que aparecen ahí al fondo, a la salida de un pasillo de más de 700 kilómetros.

Sólo quedan cuatro kilómetros para llegar a la plaza del Obradoiro, pero todavía paramos una vez más a tomar otra cerveza. Hablamos poco. Jesús se sienta en una silla sin quitarse la mochila, encorvado, la mano en el mentón y la mirada fija en el suelo, a dos mesas de donde nosotros estamos. A saber dónde está ahora su mente. El silencio se va imponiendo poco a poco, se levanta con nosotros cuando nos disponemos a encarar los últimos metros de este asunto peregrino y ya no nos abandona mientras atravesamos las calles de Santiago (de Compostela), que nos reciben casi vacías en este domingo desapacible.

De pronto, Anna, me coge de la mano y rompe el silencio con una carcajada. Y veo que también coge de la mano a Juan, que por su parte agarra la de Jesús. Y así, en cadena, entramos en el casco viejo, donde la gente se para y se vuelve a mirarnos. Levantamos sonrisas a nuestro paso y una chica joven nos lanza un “bienvenidos”. El sol ha empezado a abrirse paso entre las nubes y en cuanto atisbamos una de las torres de la catedral y el túnel que conduce a la plaza del Obradoiro echamos a correr, sin soltarnos las manos en ningún momento. Es 20 de noviembre. Salí de Pamplona el 24 de octubre. Un puñado de pasos más y todo habrá terminado.

Es sólo ahora, en el instante en el que por fin la catedral se materializa ante nosotros, cuando rompemos la cadena, probablemente sin darnos cuenta, mientras miramos hacia arriba y tratamos de estar a la altura del momento. La catedral está en obras (esta es una maldición que me persigue allá donde voy) y las emociones quedan algo amortiguadas por los andamios, lo que en cierto modo me facilita las cosas. Durante unos minutos deambulamos por separado, caminamos en círculos, no sabemos muy bien qué hacer, nos dejamos caer en el suelo. El sol luce ahí arriba y en el cielo no hay rastro de nubes. Anna está llorando. Jesús habla ya por teléfono con su familia. Yo me levanto y me abrazo con Juan. Lo hemos conseguido, compañero. Agarro el teléfono y también llamo, envío mensajes. Pero pronto me doy cuenta de que no es posible compartir esto con nadie más allá de quienes estamos aquí, de que ninguna de las reacciones que lleguen desde el otro lado del teléfono me resultará satisfactoria. Así que guardo el móvil para el resto del día y corro a reunirme con mis amigos, que ya se están dejando fotografiar juntos frente a la fachada de la catedral. Y nos abrazamos y nos besamos y nos volvemos a abrazar. Debora, la brasileña, que acaba de llegar, se me abraza y apoya su cabeza en mi hombro sin poder parar de llorar. Su amigo Andrés, el colombiano-londinense, también me rodea con sus brazos. Las sensaciones son fuertes, inabarcables e inesperadas. Debora me pide, en inglés, que defina con una sola palabra lo que estoy sintiendo ahora mismo.

- Blank.

Una voz recia viene a romper los encantamientos y a devolvernos a una realidad más prosaica en la que, por otra parte, ya estamos deseando ingresar.

- ¡Hey guys! ¡I’m here to bring you some joy!

El propietario de la voz pesará unos ciento cincuenta kilos, lleva una barba muy larga y habla con un inconfundible acento norteamericano. Ante nuestra estupefacción, saca de ninguna parte varias botellas de vino tinto y, con la ayuda de su compañera, empieza a repartir vasos de plástico. Entre carcajadas nos explica que llegó ayer y que esto es precisamente lo que le habría gustado que ocurriese en ese momento. Llenamos los vasos, brindamos por muchas cosas, los vaciamos y los volvemos a llenar. Jesús se bebe por fin su primer trago en más de un mes (él salió del Pirineo aragonés, su camino ha sido el más largo) y una sonrisa asoma por fin en su cara. ¿Qué tal, Jesús?

- Uf. Joder. Joder...

Son los primeros tragos de un día que poco a poco se irá convirtiendo en noche. Pero antes encontraremos habitaciones individuales muy rústicas, apenas una cama, una ducha y una puerta que poder cerrar a nuestra espalda, pero que nos harán sentir como príncipes, como emperadores. Y después asistiremos a la misa del peregrino en la catedral y tendremos que consolar a Juan de la decepción que para él supone que a los curas del lugar no se les antoje sacar a pasear el botafumeiro (a pesar de que hoy es Cristo Rey y deberían haberlo hecho). Y a continuación nos daremos un festín de pulpo, pimientos de padrón, ribeiro y otras delicias locales sin escatimar en gastos ni en entusiasmos. Y nos beberemos todas las cervezas y todas las copas y cerraremos todos los bares y la noche irá por donde le dé la gana. Y la apuraremos hasta sus últimas gotas y estará a punto de convertirse de nuevo en día.

Pero esa es otra historia. 

 

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