De repente, el Miño


Etapa 24: Sarria - Portomarín
Distancia: 22,4 kilómetros
Avituallamiento: Castañas
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: You Got the Love (Intérprete: The Retrosettes)

A pesar de que, en teoría, Sarria es punto de partida para todos aquellos peregrinos que tan sólo recorren los últimos cien kilómetros del camino y que, por tanto, era de esperar un aumento del flujo de caminantes a partir de hoy, a la hora del desayuno todas las caras con las que me encuentro en el bar son familiares: Anna, Massi, Juan, Jesús, Nicola y su grupo (que llegaron ayer a última hora, como es su costumbre), Debora, Andrés, Ken, el japonés (del que no he escrito nada porque hasta ahora no ha dicho nada de nada, más allá de “hola”)… Está claro que es temporada baja y todos tenemos la sensación de que somos básicamente los últimos peregrinos que este año atravesarán la ruta hacia Santiago (de Compostela). Por detrás, a un día de distancia, continúan camino las Gemelas Gilipollas, el Nieto de Johnny Winter, la Chica Danesa y Barak, de quien tenemos noticias de vez en cuando a través del teléfono de Juan (digamos que tienen intereses comunes en forma de cosas de fumar y al israelí le gustaría mucho que Juan se parase un día…). En fin, que somos los de siempre, sin demasiadas novedades. Y no dejamos de repetirnos lo afortunados que hemos sido en las tres últimas semanas, no sólo en lo que respecta al tiempo (sólo dos días de lluvia, cielos rasos casi cada mañana), sino también en cuanto a la cantidad de gente con la que compartimos senderos. Hemos escuchado historias escalofriantes acerca del camino en verano, cuando la sobredosis de peregrinos obliga a muchos a levantarse a las cuatro de la mañana y caminar tan deprisa como les sea posible para garantizarse una cama en el pueblo de destino. El único problema (por llamarlo de alguna manera) con el que nosotros nos estamos encontrando es el hecho de que la mayor parte de los bares, posadas y ventas que habitualmente avituallan a los caminantes están cerrados en esta época del año, con lo cual en muchas ocasiones hay que guardarse las ganas de cerveza, pincho y café para la siguiente parada… si es que hay suerte. En los veintidós kilómetros de la etapa de hoy sólo encuentro un bar abierto, justo a mitad de camino, y en él me paro otorgándole casi categoría de oasis.

Galicia sigue cubriéndonos de bosques y alfombrándonos los pasos con hierba fresca y castañas. Y hoy camino solo durante la mayor parte de la etapa, con la mente puesta en… no lo sé. Nada, supongo. Antes de comenzar este asunto peregrino pensaba que todas esas horas de camino en solitario darían pie a largas reflexiones. Dispondría de días enteros para pensar en planes y proyectos, para desarrollar ideas o tratar de explicarme a mí mismo fragmentos borrosos de mi propio pasado. Sin embargo, hoy me doy cuenta de que durante la mayor parte del tiempo mi mente no piensa en nada. Y si lo hace, es algo banal. Casi siempre la sorprendo repitiendo en bucle canciones o frases (un pasaje de un libro o de una conversación, el diálogo de una película, un verso de una canción, una serie de palabras sin sentido a veces) que funcionan como mantras en el proceso de vaciado de mi cerebro de cualquier secuencia lógica de pensamientos. Pero no la suelo sorprender. Me limito a comenzar a caminar y a seguir caminando y a terminar de caminar. A veces escucho mis pasos, como si realmente marcasen un ritmo determinado y no otro. A veces no. Y esas cinco o seis horas pasan a una velocidad cada vez más alta, sin que yo sea capaz de saber dónde ha estado exactamente mi cabeza en todo ese tiempo.

Hoy esto me ocurre de una manera más intensa, si cabe, y tan sólo me saca de esa desconexión neuronal una enorme masa de agua con la que me topo al cruzar el puente que conduce a Portomarín, estación termini de la etapa de hoy. Es el Miño, un nombre que me manda de una patada a las clases de geografía de mi infancia y desencadena una tormenta de imágenes, rostros, lugares, sonidos y olores del pasado. Más de treinta años después veo el Miño por vez primera y alguien me cuenta (ah, es Jesús, que acaba de llegar a donde yo me encuentro, apoyado en la barandilla del puente) que ahí abajo hay toda una ciudad sumergida bajo el agua. Y al parecer es cierto, creo ver los restos de un campanario asomando por la superficie. Más tarde, cuando ya nos hayamos instalado en el albergue de la Xunta (que por una vez cuenta con una cocina flamante… en la que no hay menaje de ninguna clase, quizá por la presión del lobby de restauradores…), también me contará que la iglesia-fortaleza fue trasladada piedra a piedra desde cauce del río hasta lo alto del pueblo, donde ahora se encuentra, y que por eso cada piedra está numerada, como piezas de un enorme puzzle en tres dimensiones.

Portomarín está, por lo demás, casi vacío y cerrado, como mi cabeza. Un nuevo pueblo fantasma que tan sólo revivirá allá por primavera, cuando lo saquen de su ensimismamiento invernal hordas de peregrinos pegándose por una cama.

Nosotros lo paseamos en silencio, casi de puntillas, no vaya a despertarse.

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