Etapa
9: Atapuerca – Burgos
Distancia:
21 kilómetros
Avituallamiento:
Nada. Se me acabaron los cacahuetes Grupo IFA.
Canción
que se repite en mi cabeza mientras camino: Seven Days
(Intérprete: Sting)
Atapuerca
amanece envuelta en niebla. Una niebla fría y densa, casi sólida,
que apenas deja ver el suelo que ya he empezado a pisar. Justo
después de salir del pueblo echo la vista atrás y veo una silueta
que poco a poco se va definiendo. Barba, rizos, estatura media… es
Joao, un brasileño al que conocí hace unos días en no recuerdo qué
punto del camino. Levanto mi brazo y le lanzo una sonrisa. Joao me
reconoce, levanta también su brazo y me lanza su propia sonrisa. Me
paro para esperarle y una vez me alcanza empezamos a subir en
paralelo una pequeña colina que nos va alejando del pueblo, desde el
que ya será imposible que nadie pueda vernos, perdidos en la bruma.
Sorprendentemente,
Joao ha mejorado su castellano de una forma sobrenatural en los
últimos días. Y en lugar de hablar con acento brasileño, lo hace
con un marcado acento italiano. De pronto, Joao me pregunta cómo me
llamo. Después de decírselo, algo preocupado por su falta de
memoria, bastante precoz puesto que aún no ha cumplido los cuarenta,
Joao me dice que se llama Nicola y que es italiano. Apartando con
brazadas algo torpes la bruma a mi alrededor, me acerco a él un poco
más y descubro que, por supuesto, no es Joao, sino Nicola, un
italiano al que hasta ahora no había visto en el camino. Quizá él
también me haya confundido con otra persona, pero si es así, no lo
dice. Es un tipo extremadamente simpático que habla un castellano
perfecto (pasó bastante tiempo en Barcelona) y en menos de cinco
minutos nos contamos nuestras vidas y nos hacemos amigos (me cae
bastante mejor que Joao, todo hay que decirlo).
La
ascensión culmina en una enorme cruz que, envuelta en la niebla,
parece recién importada de Transilvania, o de esa Transilvania que
hemos visto en las películas de terror, y da la sensación de que en
cualquier momento un carruaje con el pescante vacío y los caballos
desbocados va a pasar a toda velocidad, en dirección al castillo del
Conde. En lugar de eso, un puñado de siluetas van definiéndose poco
a poco alrededor de la cruz. Son los componentes del grupo de Nicola,
que habían salido unos minutos antes del albergue en el que pasaron
la noche. Apartando la niebla a nuestro alrededor, nos vamos
saludando y empezamos a descender la colina.
De
pronto la niebla se abre y nos permite ver todo el valle del río
Pico, rematado por molinos de viento que parecen flotar sobre la
bruma que persiste a lo lejos, ocultando y enseñando a su antojo los
pueblos de la comarca. Después de las últimas jornadas de calor y
rectas interminables al lado de la carretera nacional, el día
promete frío y belleza.
Promesas
que no tarda en incumplir, puesto que conforme nos vamos acercando a
Burgos el sol vuelve a alzarse y a quemar y los valles y los pequeños
pueblos que huelen a fuego de leña dejan paso a una horrenda
carretera que bordea un aeropuerto, por cuyo arcén tenemos que
caminar rezando para que los conductores que pasan a pocos
centímetros de nuestros órganos vitales mantengan la vista en la
carretera y las manos en el volante. Y después todavía hay que
recorrer una recta de diez kilómetros rodeada de naves industriales
y clubs para camioneros antes de alcanzar el letrero que anuncia la
llegada definitiva a Burgos. Justo antes de llegar a ese punto,
detecto unos metros por delante de mí a las Gemelas Gilipollas y a
el Nieto de Johnny Winter, que súbitamente giran hacia la izquierda
y empiezan a correr desaforadamente: han divisado un McDonald’s.
Es
el día de Todos los Santos y Burgos está cerrada a cal y canto,
excepto por los comercios chinos y los bares, que desprenden un
estupendo aroma a croquetas y a día de fiesta. Nunca había estado
en Burgos. En fin, nunca hasta ahora había pasado de su estación de
autobuses, en la que muchas veces he parado camino de Madrid. Enorme
error. Cada paso por el casco viejo me descubre una ciudad que ya
estoy deseando volver a visitar, porque esta vez no tendré demasiado
tiempo. Callejeo hasta llegar casi sin querer al albergue. Y un poco
más allá, al doblar una esquina, la catedral, una hidra, un
monstruo de siete, diez, doce cabezas, un ser de piedra al que se le
ha desbocado el crecimiento y que parece seguir creciendo ahora,
mientras trato de rodearlo, aunque ya voy comprobando que es
imposible meterlo en los ojos en su descomunal totalidad. Habrá que
tomarse su tiempo para verlo por partes y después tratar de reunir
las piezas y componer una imagen a la altura de su capacidad de
intimidación. No será posible en este viaje, pero habrá otros.
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