Un amante de la música



Etapa 7: Santo Domingo de la Calzada – Belorado
Distancia: 22,7 kilómetros
Avituallamiento: Gominolas Haribo. Un plátano.
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Wail (Intérprete: Jon Spencer Blues Explosion)

Acabamos de cambiar la hora, así que ahora amanece a las siete y media, con lo cual todo el mundo procura dejar la cama hacia las seis y media con el fin de tener tiempo para empaquetar las cosas, salpicarse la cara con un poco de agua (las duchas son poco recomendables por la mañana, malo para los pies), ponerse los mismos pantalones mugrientos que llevamos usando desde la primera etapa, desayunar y ver salir el sol desde la carretera.

El camino engaña al principio, curveando y colocando en la distancia algún que otro pueblo con el que alimentar paso a paso esperanzas (obsesiones, a veces) de café caliente cuando todavía el sol no pica o de cerveza cuando, como es habitual en estos últimos días de octubre, el invierno se transforma en verano en dos horas, sin pasar por la primavera. Pero después, vuelta a la gravilla y al polvo al borde de la carretera nacional mientras dejo atrás La Rioja y entro en Burgos por Redecilla del Camino. A partir de entonces se suceden las rectas infinitas, que trato de borrar con paso firme al ritmo que marcan en mi cabeza los Jon Spencer Blues Explosion, quizá algo más rápido de lo que mis tendones consideran aceptable.

Tal vez por eso llego a Belorado demasiado pronto, cuando el albergue parroquial (adosado a la iglesia) en el que pretendo alojarme todavía está cerrado. Sin problema. No estoy muy cansado, así que voy a tomarme una caña al sol en la preciosa plaza del pueblo mientras presencio con una media sonrisa el goteo habitual de peregrinos (la Gemela Gilipollas con la que hablé antes de llegar a Logroño me saluda y sonríe, la otra no) y después entro en una panadería a por un poco de pan y un puñado de buñuelos con los que honrar a todos los difuntos de este mundo (pasado mañana es su día).

Cuando vuelvo al albergue me encuentro en la puerta a Maya y Martin, los dos hospitaleros voluntarios suizos que se encargan de llevar la casa durante estos días. Charlo un poco con ellos mientras sellan mi credencial y me llevan hasta la que será mi litera esta noche. Martin (que enciende un cigarrillo con la colilla del anterior y así sucesivamente) me cuenta que está muy contento porque mañana, día 31 de octubre, se acaba la temporada, el albergue se cierra hasta el año que viene y ellos se vuelven a Suiza. Maya lleva hasta la larga mesa de madera en la que me invitan a sentarme una tetera con té verde y una bandeja de galletas. Y estoy a punto de coger la primera cuando una mano recubierta de pelo, de la que cuelga un manojo de dedos fláccidos y zafios me la arrebata.

- Hmmm. Galletitas. Qué bien, Maya. Qué bien. ¿Y eso de Maya? ¿Es por la abeja Maya?

El propietario de los dedos zafios tiene también una barba zafia y mal cuidada en la que ahora están enredados varios pedacitos de galleta. Le calculo unos cincuenta años. Habla con Maya colocando su rostro algo sudado a menos de cinco centímetros del de la hospitalera, que ahora mismo debe de estar respirando su aliento y que no puede ocultar su incomodidad. Cuando, con la excusa de ir a la cocina a por vasos, Maya se aparta por fin del hombre zafio, este recorre con la mirada su cuerpo, desde el nacimiento del pelo hasta la punta de los pies, con paradas nada sutiles en lugares obvios. ¿He dicho que el hombre zafio lleva pantalones negros, camisa negra de manga corta y… alzacuellos? Ah, perdón, ja ja ja, qué cabeza la mía.

El hombre zafio, al que por abreviar llamaremos Padre Gómez, agarra la tetera y está a punto de servirse una taza de té verde cuando Maya, sin ocultar su disgusto, le advierte de que las hierbas están todavía en proceso infusión.

- Ah, perdón, perdón. Es que las galletitas sin té…

Me recuerda a uno de esos curas triperos que bordaba Agustín González (véanse, sin ir más lejos, La corte de faraón o Belle Époque), pero sin gracia, todo pelo, sudor y migas. Cosa zafia.

Entra en el albergue un grupo de chicas de Logroño que están haciendo parte del camino durante el puente de Todos los Santos y que son recibidas con nuevas miradas zafias desde el nacimiento del pelo a la punta de los pies con paradas nada sutiles en lugares obvios.

- Ah, hola, hola. No os he visto en la oración…
- Sí que hemos estado en la iglesia… -responde una de ellas.
- Ya ya, pero como turistas. Tch, tch, tch.

Las chicas suben rápidamente a su habitación.

- ¿Y tú? Tampoco te he visto en la oración. ¿Acabas de llegar? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas? ¿A qué te dedicas?
- Yo… eh… Vaya, lo siento, creo que me he dejado… algo… eh… el reloj, no, el desodorante, en la terraza del bar de la plaza. Luego nos vemos…
- Ve, ve, ve, amigo peregrino.

Invierto el resto del día en comer un bocadillo, escribir en el bar de la plaza y ver la puesta de sol desde las ruinas de un castillo que dominan el pueblo. Cuando vuelvo al albergue… el Padre Gómez sigue allí, dando buena cuenta de un plato de carne en salsa y una botella de vino que Maya y Martin le sirven como buenos feligreses… O eso hacen ver, aunque sospecho que las ganas de Martin de volver a Suiza no tienen que ver sólo con la nostalgia de los lagos, el chocolate, los relojes y Roger Federer. En la mesa están también Veronique, una chica francesa de unos 50 años con el pelo totalmente gris y quizá un pasado de monja, y Karl, un suizo con el que me he cruzado ya varias veces y que parece su propia radiografía con gafas de montura finísima y aspecto de viajar a India año sí, año también. Quiero subir a mi habitación rápido e invisible, pero hace bastante frío y recuerdo que no he visto mantas en el cuarto, así que le pido una a Maya. El padre Gómez interviene raudo.

- ¿Una manta? Yo siempre he preferido las mantas eléctricas, como esta…

Y alza la botella de vino y se parte de risa como si aquel fuera el mejor chiste. Yo me río como si realmente lo fuese. Maya me da la manta y corro a esconderme escaleras arriba. Es pronto todavía, pero me meto en el saco y me pongo a leer una cita del director alemán y gran viajero a pie Werner Herzog que mi amiga la bailaora flamenca Boquerona de Ontario tuvo a bien anotarme para darme fuerza en este viaje. Leo:

Durante mucho tiempo hemos estado alejados de esa vida nómada que es nuestra esencia. Los humanos no están hechos para sentarse frente a un ordenador ni para viajar en avión”.

Quiero seguir, pero desde abajo llega… música. O algo así. Maldita sea. Al padre Gómez le gusta cantar.

Aaaaamen. Aaaaaamen. Aaaaaamen. Aaaaaamen. Aaaaamen.

Me pongo los tapones en los oídos. Sigo leyendo.

La naturaleza quería algo diferente para nosotros. Caminar largas distancias nunca ha sido para mí una conducta extrema”

Alabaré alabaré alabaré alabaré alaaaaabaré a mi señoooooor.

Los tapones no funcionan. Se empeñan en saltar de mis orejas, pop, por mucho que los presione, de tal modo que percibo en toda su intensidad los falsetes del padre Gómez. Me cubro las orejas con parte de la manta y la almohada. Sigo leyendo.

Siempre me ha ayudado a recuperar mi equilibrio y siempre he preferido hacer las cosas existencialmente importantes de mi vida a pie”.

Padre nuestro tú que estásssss, en los que aman de verdaaaaaad...

Ah no, eso no. Durante muchos años no pude escuchar The Sound of Silence de Simon y Garfunkel por culpa de esta denunciable adaptación de parroquia progre que se hizo tan popular en los ochenta. Me pregunto qué haría Werner Herzog en mi lugar. Probablemente seguir su lema, “pedir perdón antes que pedir permiso”, o sea, bajar las escaleras y prender fuego al albergue con Padre Gómez dentro.

Lamentablemente, no soy Herzog.

Buenas noches.

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