A la sombra, por los Montes de Oca


Etapa 8: Belorado – Atapuerca
Distancia: 30 kilómetros
Avituallamiento: Cacahuetes Grupo IFA
Canción que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Little Honda (Intérprete: Toconos)

Justo antes de dormirme, escuché cómo el Padre Gómez, después del tema que cerraba su bolo, se despedía con un “sayonara” de una peregrina coreana que se hospedaba también en el albergue parroquial, lo que de algún modo retorcido me pareció reconfortante, puesto que uno prefiere una iglesia idiota que poco a poco se vaya autodestruyendo, entregue sus armas y anuncie el cese definitivo de su actividad. Y con este pensamiento me quedé roque.

Y cuando me despierto, el dinosaurio (en fin, el Padre Gómez) ya no está allí…

Pero por si acaso, desayuno a toda velocidad las tostadas y el café instantáneo gentileza de Maya y Martin, me despido de ellos deseándoles un feliz retorno a Suiza, me echo encima la mochila y empiezo a caminar como cada mañana. Y como cada mañana la soledad y el silencio del camino en el frío de las primeras horas me producen una felicidad instantánea y pienso que es exactamente aquí donde quiero estar y que todos los sueños son posibles.

El camino es sencillo hasta Villafranca Montes de Oca, donde paro a beber agua y masticar unos cacahuetes que me den el impulso suficiente para atacar las rampas que suben hasta los Montes de Oca, por los que voy a transitar durante unas tres horas, rodeado de pinos, robles, castaños y avellanos. El sol ya empieza a picar, pero los árboles filtran los rayos y una vez terminada la subida inicial el trayecto es fácil y agradable a lo largo de los doce kilómetros que me conducirán a San Juan de Ortega. A mitad de camino me topo con un monumento a las 300 personas que, justo en ese punto de los montes, fueron fusilados por las huestes franquistas en los primeros meses de la Guerra Civil. En una de las caras del monolito de piedra hay una placa con un poema de Miguel Hernández que me estremece.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte,
a dentelladas secas y calientes.

Justo antes de llegar a San Juan de Ortega, que se hace esperar, agazapado tras los árboles, se acaba el bosque y recibo un puñetazo de sol en plena cara y al llegar al pueblo la garganta me pide una cerveza y yo se la concedo, magnánimo. Después de unos minutos de refresco continúo el camino, sintiendo las piernas cada vez más fuertes a pesar de los kilómetros que ya he recorrido. Y en lugar de pararme en Agés, continúo hasta Atapuerca, que es mucho más pequeña, coqueta y acogedora de lo que pensaba. Me instalo en un albergue llamado La Hutte, que tiene un bar-restaurante justo al lado, con una pequeña terraza al sol en la que voy apuntando en mi cuaderno algunas notas que me servirán para esto que estoy escribiendo hoy, ya lejos de allí. Todo el resto del grupo ha debido de pararse en Agés, porque en la habitación del albergue, que tiene espacio para varias decenas de literas, no hay nadie. Sí, por primera vez desde que salí de Pamplona, hoy voy a dormir solo.

Buenas noches.

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