Etapa
21: Villafranca del Bierzo – O Cebreiro
Distancia:
28,4 kilómetros
Avituallamiento:
Pan. Fuet. Castañas que me encuentro a los pies de los castaños.
Canción
que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Little Walter
Rides Again (Intérprete: Scofield, Medeski, Martin & Wood)
A
las siete nos despierta un gallo. En ese momento me parece de lo más
natural, puesto que es sabido que los gallos cantan a horas
intempestivas por las razones que sean, ninguna de las cuales tiene
que ver con despertar a sabiendas a los humanos que viven a su
alrededor. Lo que sin embargo consiguen. En fin, la cuestión es que
un gallo nos despierta temprano por la mañana y a mí me parece de
lo más natural, porque no me paro a pensar que no hay gallos en la
propiedad ni tampoco, que yo sepa, en los alrededores. Así que me
visto, empaco mis cosas y bajo a desayunar a la sala común, donde me
doy de bruces con el gallo en cuestión, que en ese preciso momento
está diciendo lo siguiente:
“El
vuelo AF7114 con destino Bangkok está embarcando por puerta 9A”
Andrés,
que no muestra síntomas de resaca ni cansancio, se ha levantado en
plena forma y remata su anuncio por megafonía aeroportuaria con un
nuevo canto del gallo. Y a continuación (como si lo que acaba de
ocurrir no hubiese ocurrido o como si fuese achacable a su otro yo,
al que Andrés no tiene el gusto de conocer a pesar de que vive en su
interior y muchas veces en su exterior), me muestra la mesa del
desayuno, que tiene un aspecto imponente, y me invita a tomar asiento
y a comer todo lo que quiera. Y eso es exactamente lo que hago, presa
del “síndrome del buffet libre” (en fin, no tan libre, hemos
pagado la exorbitante cifra de tres euros por cabeza): en la
siguiente media hora engullo tres huevos fritos, cinco tostadas con
mantequilla y mermelada de fresa, una con mermelada de albaricoque y
dos con aceite, una magdalena, cuatro vasos de zumo de naranja
artificial, seis cafés cortados y uno solo. Y, maldita sea, olvido
llevarme un par de huevos duros para el camino.
Una
vez llenado el buche, Juan y yo nos despedimos de Andrés con
abrazos, buenos deseos y fotos para la posteridad. Nos lo llevaríamos
en la mochila, en la que ya lucen las insignias que nos regaló
anoche, pero tiene que quedarse a seguir entreteniendo a peregrinos
mucho más allá de lo que el puesto le exige. Buen camino,
caballero, allá donde vaya, Dinamarca o Groenlandia, Villafranca o
Tombuctú.
La
temible etapa de O Cebreiro resulta no ser temible en absoluto. Los
primeros veinte kilómetros decepcionan con sus falsos llanos al lado
de la carretera general, por cuya cuneta camino peligrosamente
durante cuatro o cinco horas, hasta llegar a Las Herrerías, donde
paro por fin a descansar y a comerme un bocata de fuet. A la salida
del pueblo arranca la ascensión en sí, que durará unos ocho
kilómetros. Primero hay que superar una empinada rampa de asfalto y
después, ya internados en un bosque de castaños que han dejado caer
la mayor parte de sus frutos (que recolecto y me zampo y vuelvo a
recolectar y me vuelvo a zampar), otros dos tramos de cierta dureza,
pero no tanta ni tan larga como nos habían advertido. El sol pica
hoy y la última parte de la subida serpentea a lo largo de senderos
elevados y ya despejados de árboles, desde los cuales las vistas
quitan el aliento. Las piernas responden mejor que nunca y voy
adelantando limpiamente a domingueros resoplantes y sudorosos que me
miran como si fuese un ser sobrenatural dotado de pulmones
sobrenaturales, rodillas sobrenaturales y talones de aquiles
sumamente sobrenaturales. Justo después de pasar junto al mojón que
indica la entrada a Galicia, me interno en lo que parece una masa de
partículas blanquecinas en suspensión colocada allí por una
civilización superior para camuflar una puerta a una dimensión
paralela, pero que en realidad no es más que una nube enorme. La
temperatura baja de golpe quince grados y el sudor de mi espalda se
congela en cuestión de segundos. Bienvenidos a Galicia.
O Cebreiro me recibe escondido en la niebla y apenas puedo atisbar la piedra de las fachadas de un pueblo que parece instalado ahí arriba para uso y disfrute de turistas. El frío es ahora terrible. Los domingueros y sus niños se mueven como espectros entre las tinieblas y ocupan todos los bares, todas las mesas, todos los lugares cálidos disponibles aquí en la cima. Y se comen a gritos todos los pulpos, todos los cachelos, todos los caldos galegos, todas las empanadas. Todo esto no tendría mayor importancia si el albergue de la Xunta en el que nos vamos a quedar dispusiese de una cocina o al menos de una chimenea, de una sala cálida y acogedora en la que poder pasar la tarde. Pero tan sólo es un enorme hangar con literas dentro y peregrinos que deambulan por sus pasillos en busca de algo que no van a encontrar. Yo soy uno de ellos. Salgo y entro, entro y salgo del albergue, me mojo bajo la ventisca de aguanieve que ha empezado a descargar, me muero de frío, me aburro, vuelvo a entrar, vuelvo a salir, busco a Anna y a Juan, no los encuentro,vuelvo a salir, entro a un bar en el que no hay sitio y no lo habrá hasta dentro de un par de horas. Paciencia.
O Cebreiro me recibe escondido en la niebla y apenas puedo atisbar la piedra de las fachadas de un pueblo que parece instalado ahí arriba para uso y disfrute de turistas. El frío es ahora terrible. Los domingueros y sus niños se mueven como espectros entre las tinieblas y ocupan todos los bares, todas las mesas, todos los lugares cálidos disponibles aquí en la cima. Y se comen a gritos todos los pulpos, todos los cachelos, todos los caldos galegos, todas las empanadas. Todo esto no tendría mayor importancia si el albergue de la Xunta en el que nos vamos a quedar dispusiese de una cocina o al menos de una chimenea, de una sala cálida y acogedora en la que poder pasar la tarde. Pero tan sólo es un enorme hangar con literas dentro y peregrinos que deambulan por sus pasillos en busca de algo que no van a encontrar. Yo soy uno de ellos. Salgo y entro, entro y salgo del albergue, me mojo bajo la ventisca de aguanieve que ha empezado a descargar, me muero de frío, me aburro, vuelvo a entrar, vuelvo a salir, busco a Anna y a Juan, no los encuentro,vuelvo a salir, entro a un bar en el que no hay sitio y no lo habrá hasta dentro de un par de horas. Paciencia.
Dos
horas después los domingueros se han subido a sus coches (porque de
esa despreciable manera han ascendido a O Cebreiro los condenados) y
se han marchado y por fin tenemos una mesa libre en un pequeño
restaurante donde Anna, Juan y yo (después se nos unirán Debora y
Andrés) degustamos nuestro primer pulpo a feira, con caldo, lacón y
tarta de Santiago de postre. Nos hemos ganado nuestra primera cena
gallega. Como también nos hemos ganado el descanso de hoy, porque
finalmente parece que las piernas se han dado cuenta de lo que ha
pasado por la mañana. Así que pagamos, salimos y nos deslizamos
entre la niebla, que pronto se convierte en sábanas, y casi sin
querer nos quedamos dormidos.
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