Etapa
20: Ponferrada – Villafranca del Bierzo
Distancia:
24,1 kilómetros
Avituallamiento:
Pan. Caballa
Canción
que hoy se repite en mi cabeza mientras camino: Synchronicity II
(Intérprete: The Police)
-
¿Un cafetino de la machinetta?
A
eso de las siete y media Anna entra en la habitación con una bandeja
en la que viajan cuatro vasitos de plástico con otros tantos cafés.
A estas alturas ya sabe cómo nos gusta a cada uno, así que ni
siquiera ha tenido que preguntar. Y a saber de dónde ha sacado la
bandeja. Adoro a esta italiana.
La
etapa transcurre en su mayor parte bajo una lluvia fina y entre
arboledas y viñedos que todavía exhiben los colores del otoño.
Caminamos los cinco juntos la mayor parte del tiempo, pero Fabio ya
ha anunciado que quiere ir más deprisa, doblar alguna etapa para
llegar a Santiago (de Compostela) un día antes y tener así algo más
de tiempo para visitar la ciudad. A lo largo del día acelerará, le
perderemos el rastro y ya no le volveremos a ver.
Cuando
llego a Cacabelos decido que podría mudarme a El Bierzo simplemente
por el pan, por el olor a buen pan que impregna todos los pueblos y
que acaba de obligarme a parar en una pequeña tahona en la que me
compro media barra de gloria bendita, recia, crujiente y tostada que
más tarde rellenaré con unos filetes de caballa si supero la
tentación de comérmela antes.
Llego
a Villafranca del Bierzo pronto, antes de las dos de la tarde. E
inmediatamente sospecho que este no va a ser un día cualquiera. A
estas alturas ya me he dado cuenta de que, por lo general, la razón
de que un día cualquiera se convierta en uno extraordinario suele
ser un hospitalero. Y el que me recibe en el albergue Ave Fénix de
Villafranca del Bierzo, (tocado con un sombrero de fieltro verde con
publicidad de cerveza Paulaner, rematado con una pluma) está a cien
mil kilómetros de lo que podríamos considerar un ser humano
convencional. La primera impresión (algo en su cara, en su forma de
moverse) me indica que se trata de un niño de sesenta años. De
momento nos sentamos a la mesa del salón común a cumplir el trámite
de sellar la credencial y rellenar mis datos en el libro de la casa.
-
¿De dónde saliste?
-
De Pamplona.
-
¿Fecha de nacimiento?
-
30 de septiembre del 71.
-
¿En serio?
-
Si… ¿por qué?
-
Mi cuñado nació ese mismo día.
-
¿El 30 de septiembre?
-
No. El 30 de septiembre de 1971.
-
No jodas. ¿En serio?
-
Te lo juro.
Un
escalofrío me recorre el cuerpo y comento la coincidencia con todos
los que en ese momento están a mi alrededor. Después Andrés (así
se llama el hospitalero) me acompaña la habitación, en la que, como
de costumbre, hay unas treinta o cuarenta literas. Extiendo mi saco
encima de la que me corresponde, saco mi toalla y mi bolsa de aseo y
voy a darme una ducha. Una vez limpio y perfumado, bajo al patio de
la casa y me tomo una cerveza con Juan, que acaba de llegar y de
rellenar su propia ficha.
-
¿Sabes? Resulta que el cuñado de Andrés nació el mismo día del
mismo mes del mismo año que yo. El 30 de septiembre del 71. ¿Te lo
puedes creer?
-
¿Su cuñado? ¿Eso te ha dicho?
-
Sí
-
Bueno… a mí me ha dicho que su cuñado tiene exactamente los
mismos dos apellidos que yo…
Nos
echamos a reír, pero no mucho, porque Andrés ha terminado con la
recepción de todos los mochileros y ahora se acerca para hablar un
rato con nosotros. La conversación gira alrededor de la procedencia
de los peregrinos que ahora mismo caminan hacia Santiago (de
Compostela). Juan y yo comentamos que el ochenta por ciento del aforo
en las carreteras está ocupado por italianos y coreanos. Andrés se
apresura a replicar:
-
También hay mucha gente de Groenlandia…
-
¿Qué?
-
Mucha. Por aquí ha pasado mucha gente de Groenlandia.
-
Nosotros no hemos visto a nadie…
-
A montones. De Groenlandia. Yo he estado allí varias veces.
Juan
y yo nos miramos desde nuestros respectivos rabillos del ojo.
-
¿Has estado en Groenlandia varias veces?
-
Sí. Mi cuñado es militar y está destinado allí y suelo ir a
visitarle.
-
Tu cuñado… ya.
-
Yo vivo en Dinamarca, así que desde allí cojo un avión a Islandia
y desde Islandia un helicóptero militar a Groenlandia. Una vez me
ofrecieron una cerveza estando en el helicóptero… pero yo iba
agarrado de pies y manos a todo lo que podía.
-
¿De verdad has estado allí?
-
Sí. Y si una cosa os puedo decir es que hay que tener cuidado con
los esquimales, porque cuando juegas con ellos te pegan a base de
bien.
-
¿Te pegan?
-
Sí. Son así. Y también habréis oído que prestan a sus mujeres a
todo el que le apetezca.
-
Bueno… he visto Los dientes del diablo, la película...
-
¿Pero sabéis por qué?
-
Pues no…
-
Porque todas sus mujeres son ninfómanas y ellos no dan abasto…
Se
aleja de nosotros con una sonrisa que quiere ser maligna, pero se
queda en inocente y entrañable. Por supuesto, no hemos creído una
sola palabra de lo que ha dicho, pero a quién le importa. Ahora
mismo no podemos parar de reír.
A
la hora de la cena, Andrés toca con gran entusiasmo una campana para
convocar a todos los peregrinos a la mesa. Pronto descubrimos que es
un maestro de los ruidos: cada vez que abre una puerta, reproduce a
la perfección el crujido de una bisagra oxidada. O, sin venir a
cuento, en mitad de una frase, junta las manos ante la boca e imita
la megafonía de un aeropuerto.
Además
de Juan, Massimiliano, Anna y yo, asisten a la cena comunal, entre
otros, Matthew el canadiense, una chica italiana y una coreana que
siempre van juntas y cuyos nombres nunca recuerdo, Andrés,
colombiano que vive en Londres y habla inglés con un acento
británico sorprendentemente depurado, y su amiga Debora, brasileña
que vive en Francia y que hasta ahora no ha abierto la boca porque ha
hecho voto de silencio durante una semana (algo que explica mostrando
un pequeño texto que ha escrito en la palma de su mano). Además,
hay una extraña mujer (sus sonrisas dan paso a una expresión de
profunda depresión que vuelve a dejar paso a una sonrisa que vuelve
a desvanecerse y así sucesivamente) de unos cuarenta años que llegó
caminando al Ave Fénix hace un par de días y decidió quedarse a
descansar y de paso ayudar en las tareas del albergue. Todos
compartimos mesa y mantel con Andrés, Ángel (otro hospitalero
voluntario no del todo en sus cabales) y Jesús, dueño y cocinero de
la casa, que tendrá unos setenta años y pasea su terrible mal humor
por la sala tocado con una boina roja de requeté. Su rostro es una
mezcla perfecta entre el de Ramón Barea y el de Jean Rochefort.
Tanto Andrés como Ángel se dirigen a él como “maestro”, lo que
resulta algo inquietante.
-
A VER, SENTARSE TODOS. AHÍ, EN LA CABECERA, LOS VEGETARIANOS. Y EN EL
OTRO LADO LOS DEMÁS. ESTO ES UNA MIERDA, ASÍ QUE HAY QUE PONERLO
DONDE SE PONE LA MIERDA.
Esto
último lo dice Jesús tras agarrar de un zarpazo un cigarrillo que
Massimiliano se acababa de liar y tirarlo a la basura con una
agilidad impropia de su edad. La cara de Massi es un poema, no sé si
indignado, aterrorizado o ambos.
Además
de haber hecho voto de silencio, Debora es vegana (o, como Andrés
dice, “genoveva”, a saber por qué), lo que provoca las mofas y
befas de todo el staff del establecimiento:
Jesús:
“Con este plato te voy a hacer hablar”
Ángel:
“Para los veganos no hay vino… porque usamos cabras muertas para
curarlo”.
Andrés:
“El vuelo D37 con destino Amsterdam está a punto de embarcar por
puerta 13”
Afortunadamente,
Debora se limita a partirse de risa.
La
cena es, con diferencia, la mejor que hemos tomado en todo el camino.
A pesar de estar lejos de cocinar con amor (yo diría que lo hace con
odio, con litros de odio), Jesús es un cocinero maravilloso. Las
lentejas que nos hemos comido esta noche son sin la menor duda las
mejores que he probado en mi vida. Los otros dos potajes que nos ha
servido tampoco se quedaban cortos. Todos hemos repetido varias veces
(por mi parte, cuatro platos de lentejas y otros dos de las otras
sopas, además de san jacobo y postre) y quizá los demás también
han pensado (como yo), al observar la contradicción entre lo excelso
de los platos y el carácter iracundo y casi terrorífico del ogro
que los cocinó, que el objeto de la cena era cebarnos con el fin de
utilizarnos como materia prima para las cenas de la noche siguiente…
Quién sabe de qué estaría hecho el caldo de las lentejas, tan
extrañamente sabroso, tan fuera de este mundo, tan sustancioso...
Después
de la cena, Juan y yo fumamos un cigarillo con Andrés, quien,
simplemente, no puede parar de contar chistes. Tiene uno para cada
ocasión y los suelta de forma compulsiva.
-
¿Sabéis por qué las monjas no llevan sandalias?
-
No.
-
Porque son muy devotas…
Ni
Juan ni yo somos grandes amantes de los chistes… pero este tipo
realmente podría ganarse la vida como cómico.
-
Estás en mitad de un desierto y sólo tienes un casco y una naranja.
¿Cómo saldrías de allí?
-
Ni idea.
-
Muy sencillo. La naranja tiene vitaminas. Tiras la vita y coges las
minas. Las haces explotar y causas un terremoto. Tiras el terre y
coges la moto. Te pones el casco y te largas de allí.
A
estas alturas el ataque de risa es imparable. A Andrés le encantaría
seguir con el show, pero es sábado y quiere irse a tomar un par de
cervezas y a jugar al billar en un bar cercano. Queda media hora para
el “toque de queda” habitual en los albergues, pero Juan tiene
una intuición:
-
¿Aquí cuándo se cierra la puerta?
-
Cuando yo vuelva. Tengo las llaves, jaja. ¿Por qué? ¿Queréis
venir conmigo?
Juan
y yo nos miramos. Por primera vez en todo el camino vamos a salir por
la noche. Sin límite de hora. Y acompañados por alguien que está
maravillosamente zumbado. Aceptamos, cogemos nuestros abrigos y
salimos del albergue. Durante unos minutos caminamos por las calles
de Villafranca del Bierzo mientras Andrés abandona por un momento su
faceta de stand-up comedian para explicarnos la historia de
algunos edificios y calles. En la plaza del pueblo hay un viejo
teatro que llama mi atención.
-
¿Y ese teatro, Andrés? ¿Todavía funciona?
-
¿Ese teatro? Ah, sí. Ese teatro lo fundó Ortega Cano.
-
¿El torero?
-
Sí, el mismo. Ortega Cano. Es el propietario. Y su socio es
Farruquito.
-
¿El bailaor?
-
Exactamente. Se llama Teatro Pello…
Todo
esto lo cuenta con la máxima seriedad, en el mismo tono en el que
estaba relatando la historia de la ciudad, así que la última frase,
que ninguno de los dos esperábamos, nos provoca, tras la
estupefacción inicial, un ataque de risa que nos acompaña hasta que
llegamos al bar en cuestión.
Y
el bar en cuestión no son los billares a los que Andrés quería ir,
sino un local austero, con una barra muy larga, que por algún motivo
atrae su atención. Al entrar, descubrimos por qué: hay un grupo de
música tradicional gallega a punto de hacer sonar sus gaitas,
tambores y panderos. Andrés nos invita a la primera ronda y a Juan
se le iluminan los ojos cuando los gaiteros empiezan a soplar:
-
Hicimos mal en venir aquí…
Con
lo que, por supuesto, quiere decir que hicimos muy bien en venir
aquí, a pesar de que la etapa de mañana incluye la ascensión a O
Cebrerio. Le digo que se anime, que pida permiso al grupo para tocar
con ellos. Sé que se está muriendo por hacerlo, pero se resiste.
-
Bah… no. No creo que…
-
Que sí. Seguro que te dejan…
Finalmente
se rinde, se acerca a los músicos y habla con ellos un rato. Desde
la barra (sobre la que hay tapas gratis a base de anchoas y queso,
castañas asadas y jamón con el glorioso pan de la zona) los veo
conferenciar. Uno de ellos se desprende de su tambor y se lo entrega
a Juan con una sonrisa. Durante la hora siguiente, Andrés y yo
comprobamos que Juan no mentía cuando hablaba de su pasado en grupos
tradicionales. Su técnica es fantástica y se integra en el grupo
como si hubiese tocado con ellos toda la vida. Andrés no para de
hacer fotos y de grabar varios vídeos con su teléfono. La algarabía
del bar crece al ritmo de la música, nota a nota, y una vez más (y
ya van unas cuantas en este viaje) siento que es exactamente aquí
donde quiero y donde debo estar. Terminado el concierto, los miembros
de la banda aplauden a Juan y se hacen fotos con él. Yo también me
dejo las manos y finalmente abrazo a este gallego que se está
convirtiendo para mí en una especie de hermano menor. Y no puedo
dejar de pensar en que Anna y Massi se lo han perdido. Todavía nos
tomaremos dos o tres cervezas más (y comprobaremos que Andrés
realmente vive en Dinamarca, donde tiene a su familia, hijas
incluidas) antes de volver al albergue y deslizarnos con el mayor
sigilo en nuestras literas. Y justo antes, a eso de la una y media,
Andrés correrá a su habitación para obsequiarnos con un par de
insignias metálicas del albergue. Pero somos nosotros quienes
deberíamos obsequiarle por esta noche fantástica y surreal que
difícilmente podremos olvidar.
Gracias,
Andrés. Ha sido un auténtico placer. Buenas noches.
No hay comentarios:
Publicar un comentario